lunes, 14 de abril de 2014

Felicidad engrilletada

Sentía que el cuchillo que tenía entre sus manos pesaba más allá de un manojo de hierro. Sobre él había una vida entera buscando su camino. Buscando aquella salida que necesitaba tomar. Las gotas de sangre se deslizaban por el filo a la vez que sus mejillas se empapaban de gotas de agua salada que emanaban de sus cristalinos ojos. Una sonrisa que irrumpía en su rostro e invadía el cuerpo inherente del que hasta ahora había sido su marido. Ahora sólo estaba abatido en el mismo suelo que había presenciado disputas diarias entre ambos.


Los fríos grilletes acapararon la atención de sus muñecas. Los miró y recordó todos los momentos que habían sucedido hasta entonces. Recordó los golpes e insultos que había recibido del que le prometió bajar las estrellas a sus pies. Aquel cuchillo le devolvió la felicidad que anhelaba desde aquel “si quiero” en el altar.

sábado, 22 de marzo de 2014

Inocencia perpetua

Inocencia: (Del lat. innocentĭa). 1. f. Estado del alma limpia de culpa. 2. f. Exención de culpa en un delito o en una mala acción. 3. f. Candor, sencillez.

Es curioso como hay palabras que nos invaden en gran parte de nuestra vida. Y es curiosa la facilidad con las que perdemos. Y no creo que las personas perdamos la palabra inocencia en un acto fortuito y caprichoso del destino. Simplemente la escupimos haciendo un esfuerzo sobrehumano en deshacernos de ella de la manera más cruel posible. Y es que llega un momento de nuestra vida que dejamos la inocencia a un lado y, además, nos esforzamos en que ella no esté relacionada con nosotros, que no se cuele por ninguna rendija de nuestra mente. Es parte del aprendizaje, parte de la maduración y parte de nuestro propio ciclo vital. Es algo que, aunque queramos exagerar, tampoco podemos evitar. Pero también es un error de la naturaleza hacerlo.

Y de un día para otro abandonamos sin pena aquella mirada limpia y aquella sonrisa tierna para toparnos con una realidad que está muy lejos de nuestro alcance. Queremos llevar son soltura situaciones en las que ni nosotros mismos nos vemos reflejados.  Nos fijamos en aquella persona popular de nuestra clase que, para ti, es el más guay y es el más cool. Después te das cuenta que aquella persona que te parecía tan atractiva no era más que alguien que solo buscaba llamar la atención porque no sabía vivir con ella. Empezamos a tomar alcohol, a tener nuestras primeras aventuras sexuales y, sobretodo y que no falte, nos hacemos nuestro primer piercing. No sé si a vosotros os ha pasado pero, para mí, mi primera perforación fue un acto más de odio a mi inocencia. Obviando las razones que me llevaron a agujerear mi oreja, sé que no lo hice por estética. Igual que sé que ahora sigue estando ahí por ello. Por ello y porque es la autoconfirmación de uno de los días en los que perdí mi inocencia.

Pero… ¿Quién puede negar que la inocencia sea una de las cosas más bellas de nuestra existencia? Quien lo haga está en su derecho, pero también tengo el derecho de decir que llegará un momento en el que cambien su opinión respecto a ello.

Inocencia es un concepto tan complicado y tan sencillo a la vez. Basta con mirar una foto de un niño sonriendo. Y aún así no sabrás explicar lo que ello te produce. La inocencia es una noción tan grande que se nos escapa de las manos definirla sin dejar algún cabo sin atar. Creo que la inocencia va más allá de una sonrisa, de una risa contagiosa de bebé o de tener una mirada absolutamente limpia en todo aquello relacionado con el sexo. Creo que va más allá de tanta simpleza.
Una de las cosas que más me sorprenden de los niños es su competitividad. Y, a su vez, la falta de ella. Está claro que son competitivos. El ser humano lo es por su propia naturaleza, pero ellos tienen un gen que hace que esa competitividad extrema se convierta en un juego. Siempre van a querer más, ser los mejores y no tienen miedo a ello. No tienen miedo a fracasar ni a decepcionar… Ni a las posibles consecuencias de alcanzar las metas. No saben lo que es. Pero, a su vez, la competitividad se acaba en el momento en que el juego se acaba. ¿Iríamos nosotros a merendar con aquella persona que nos ha ganado y ha conseguido cumplir nuestro sueño? Lo haríamos, pero con rencor. Ellos no… Su inocencia se lo prohíbe. Y ante esto, lo que mejor lo explica son los partidos de fútbol de críos de 6 años. Son ellos los que levantan a su rival mientras sus padres discuten con el árbitro.



Otra de las muletas que lleva la inocencia a cuestas es la ausencia total de vergüenza. Pueden ser tímidos, pero tampoco conocer que es “tener vergüenza”. Hace poco, mientras estaba sentada en el suelo, había un niño a unos metros que se acercó al verme y me enseñó unos cromos preguntándome “¿Quieres ver mis Invizimals?”. No pude negarme. Fue la inocencia la que me cautivó. Ella y su desparpajo al venir sin conocerme de nada para introducir una conversación que, para él, sería la más interesante del día. Ahora, a mi edad, no podría ir a alguien y preguntarle “¿Quieres ser mi amigo?”. Me da lástima pensar que hace un tiempo si lo supe y lo pude hacer.

También mencionar la generosidad. Inocencia es sinónimo de ausencia de avaricia. Y no solo ausencia, sino también la incomprensión hacia ésta. Estoy convencida de que no pueden llegar a entender, aunque nosotros tampoco, por qué hay gente que actúa de manera egoísta hasta el punto de absorber su propia vida. Ellos que comparten incluso el último caramelo de la bolsa que han comprado hace un instante. Ellos que te prestan todo aquello que tienen a cambio de un abrazo. Ellos que comparten lo que les hace especiales. La inocencia.


Al principio del post he comentado que llega un punto en el que dejamos la inocencia a un lado. Y no quise decir que la abandonamos. La dejamos para poder recuperarla en aquel momento en el que la necesitamos. Si no sabéis recuperarla, mirar los ojos de un ser inocente. Rodearos de personitas de 3 años. Tiraros al suelo y jugar con ellos. En ese instante se difumina la nube negra de problemas para dejar paso a la luz de la inocencia. Porque si, la necesitamos. Es absolutamente imprescindible para poder ser feliz. Aunque sea por un instante.

martes, 4 de marzo de 2014

Siempre oigo a gente decir que no podrían vivir si se murieran sus padres. Y tienen razón. No se puede. No con esa misma alma. No puedes seguir viviendo con la misma alma cuando una parte de ella se ha ido lejos. Tan tan lejos que sabes que nunca volverá. Y es entonces cuando te mueres. Lo haces para volver a nacer, sin saberlo, con tu padre muerto dentro de tu alma. Es tu suspiro desesperado el que se junta con el alma de tu progenitor para entrelazarse y construir un nuevo ser. Mismo aspecto físico, una mente y un corazón totalmente diferente.

En mi caso no fue un suspiro. Fueron un millón de ellos. Un aprendizaje durante años. No me preguntéis cuantos, decidí dejar de contarlos cuando sobrepasaron los 20. Es triste hacerlo, pero fue un número tan redondo y tan bonito que decidí dejar de contar más allá de él. Nunca podré llegar a soportar seguir contando sabiendo que ese dato seguiría aumentando sin descanso, intentando perseguir a los años que hace que yo revoleteo por el mundo. Y es que con dos años no supe suspirar. No supe dejar matar mi alma para volver a hacerla nacer. Ni supe, ni pude hacerlo. Ni siquiera pude saber que era la vida, que era la muerte ni que era tener un padre. Y aprendí a base de llantos, de gritos ahogados, desesperados… Aprendí cerrando los ojos cada vez que la tristeza y la impotencia aparecían por la puerta de mi habitación. Después de 20 años pensando en ti cada día solo he aprendido que seguiré pensando otro día más en ti. Sin descansar ni aburrirme de hacerlo.

He perdido a gente en mi vida, pero no hay comparación que pueda servir. Y menos cuando es algo inesperado. Menos cuando es un accidente de tráfico y no es tu padre quien conduce. Y mucho menos cuando los que viajan con él sobreviven. Siempre suelo encontrar el por qué de las cosas. Después de más de 20 años todavía no he encontrado un “Por qué él” que me convenciera. Nunca llegué, ni llegaré, a entenderlo. Y ahora tengo claro que tengo la muerte de mi padre más que aceptada. Aceptada porque por mucho que luches contra el mundo y te rebeles contra todo aquél que se encuentre a tu alrededor, que lo he hecho, el hecho que te hizo morir y renacer no va a cambiar. Ni siquiera vas a poder volver atrás. Pero también tengo claro que no lo tengo superado. Si lo tuviera no pensaría en ti, ni llevaría uno de tus anillos encima… y mucho menos me querría tatuar tu nombre. Tatuarse es una locura. Y superar la muerte de tu padre, es otra más grande aun si cabe.

Hace unos días, hablando con alguien que conoce demasiado poco de mí, me dijo que por lo menos yo no echaba de menos a mi padre, puesto que no lo conozco. No le reproché la frase porque sé que sería lo lógico y normal. Pero lo que más molesta es que en mi caso, esa racionalidad, no se cumple. Alguien que no conozco, que ni siquiera recuerdo más de dos imágenes suyas… Y aún así es la persona que más quiero y más echo de menos. A veces el cuerpo es curiosamente cruel. Es absurdo intentar ser la hija perfecta de alguien que no existe. Te pones unas metas tan altas, que siempre serás la hija imperfecta.

La mayoría de momentos de mi vida pienso que es mejor así. Por mucho que haya tenido que aprender a vivir sin padre, no he tenido la necesidad de apartar de mi mente su voz, su risa o sus gestos. Es más fácil idealizarlo. Pero en momentos como estos, egoístamente, me hubiera encantado tener que olvidarme de todo aquello. Egoístamente me encantaría haber luchado contra el destino que él tenía.

No me acuerdo cómo, cuándo ni dónde, pero eres mi pequeño héroe. Ese que me ayuda a superarme y a levantarme cuando estoy hundida. Y es curiosa la forma en la que te convertiste en mi Rey. En mi protector. En mi ángel de la guarda. Es curiosa la forma en la que me acompañas cada día y a cada momento. Sin abandonarme jamás.

El destino hizo que te reunieras entre nubes demasiado pronto. Pero no se dio cuenta que creó el mejor Dios que podría tocarme.




domingo, 23 de febrero de 2014

¿Humanos racionales?

Habitualmente no escribo en el blog para desahogarme o, por lo menos, no me desahogo de una manera directa. Hay veces que hay toque biográficos en los relatos, por mínimos que sean. Pero hoy necesito hablar de una experiencia personal que me ha marcado demasiado. Y eso que acaba de sucederme. Para ello, primero os tengo que poner en antecedentes.

Desde hace unos años me rondaba por la cabeza la idea de ser voluntariado de una de las protectoras de mi ciudad, pero muchos prejuicios y muchos "Es que si vas, tu perra enfermará por lo que puedas coger tu y, aunque tu no lo desarrolles, lo pasarás a ella". Mentira. Bueno, mentira siempre que tu perro esté vacunado. Y la mía lo está. (Eso y que se relaciona con perros no vacunados y sin demasiada higiene desde que era bebé). A lo que iba. Hace más de medio año me encontré con unas voluntarias de una protectora y decidí que era la excusa perfecta para ir. Y así lo hice. Desde entonces, cada domingo que puedo estoy allí ayudando o, simplemente, sacando a pasear a los perros. Contra más pesen y más tiren, más me gusta el reto.

Esta mañana, después de unas semanas sin ir, me he despertado pronto, me he puesto "la ropa de trabajo" y me he dirigido allí. Lo primero que he hecho al llegar ha sido coger a Oliver y Sweet y llevármelos de paseo. Él estaba desesperado por salir, casi tira la puerta abajo, y ella es su madre. No saben ir solos. Todo iba sobre lo previsto, hasta que al volver nos han comunicado que acababan de encontrar a un perro cerca de allí. Al ver el follón que había, he decidido ir yo, junto con otra compañera a ver si podíamos cogerlo. Y lo que he visto al llegar ha sido la crueldad humana en su máxima expresión. En estos meses me he encontrado perros abandonados, perros cuyo dueño los dejaba en la puerta, cachorros que llevaban días a temperaturas bajo cero... Pero nunca eso.

Dentro de una caseta se encontraba un perro, o lo que quedaba de él, arrinconado en una de las esquinas. Le hemos dado una lata de comida y la hemos apartado un poco para que saliera el solo de allí. La ha cogido entera de un bocado. Ha tardado segundos en devorarlo. Al sacarle y cogerle en brazos hemos visto lo que nunca tendría que soportar un ser vivo. Ojos llenos de conjuntivitis y barro adheridos a ellos, su olor era olor a rancio... o incluso a muerte y descomposición. Y lo peor incluso, la columna vertebral le sobresalía completamente. ¿Habéis visto alguna vez al típico (desgraciadamente) galgo desnutrido, que se le arquea la columna? Este perrito no la tenía arqueada... era lo siguiente a ello. Tan mal estaba que casi se le juntaban las patas traseras con las delanteras. Al llegar al refugio se ha comido en apenas dos minutos media lata de comida de las gigantes. Y todo esto sin dejar de temblar. Ni de agachar la cabeza cuando veía una mano. Ni de dirigirse a algún escondite cuando le dejabas en el suelo. Llevaría semanas sin comer.

¿Hasta ese punto puede llegar la crueldad humana? Luego se dice que las personas somos animales racionales, con inteligencia. Lo que yo he visto esta mañana era de todo menos racional. Era brutalidad. Era la actuación de un hijo de puta hacia el mejor animal que se puede tener. Porque, a pesar de lo que ha debido pasar el perro, se aferraba a ti con las cuatro patas cada vez que le cogías en brazos. Y hasta ha llegado a dormirse, sin dejar de temblar, en los brazos de mi compañera. Buscándonos las manos cuando dejábamos de acariciarle.

Soy una persona que le cuesta llorar. Y mucho más reconocer que lo hace. Y muchísimo más hacerlo en público. Hoy no he podido evitarlo al mirarle a los ojos a esa preciosidad de perro y a los ojos de mi compañera.

Ojalá la ley fuera más dura. Ojalá no se permitiera que un ser humano arrasara con la vida de otro ser. Y más si éste último es pura nobleza.

domingo, 16 de febrero de 2014

Escape irremediable

Rebuscaba con rapidez e impaciencia entre mi bolso. Era curiosa la facilidad con la que se perdían las cosas en él. Decidí agacharme para poder vaciarlo, esparciendo todo su interior por el suelo. Por fin. Allí estaba. Tenía entre mis manos lo que hacía minutos que me traía loca. Apreté el botón central y la pantalla se iluminó, mostrándome las tres llamadas que no había podido contestar a tiempo. “Mamá”.

- Ei Má – Le saludé – No encontraba el móvil – Le expliqué mientras seguía escuchándola sin prestarle demasiada atención – Estoy en Atocha con Marta. Cuando lleguemos a su casa te digo alguna cosa.

Colgué queriendo terminar la conversación lo más rápido posible. No me gustaba mentirle, pero en ese caso no veía otra opción. Recogí todo lo que había tirado y corrí hasta la puerta de embarque. “LONDON”.

Ya en el avión no podía dejar de dar vueltas a aquel sobre que tenía entre mis manos. Era la primera vez que montaba en un avión y ni siquiera había prestado atención a la azafata que indicaba que teníamos que hacer en caso de emergencia. Tenía miedo a volar, pero no podía compararlo con el temor que sentía dentro de mí cada vez que pensaba en el por qué de aquel sobre. Lo abrí de nuevo, cerciorándome de aquella fatalidad, y sin querer aparecieron en mis ojos unas lágrimas que intenté evitar cerrando con fuerza los párpados. Pero los tuve que abrir de inmediato. En aquellas milésimas de segundo que cerré los ojos lo último que pude ver fue oscuridad. Otra vez me vino él a mi cabeza, sus movimientos sobre mi cuerpo, sus susurros alocados en mi oído.

Lloré sin poder evitarlo. Lloré dejándome el alma en cada gota salada que recorría mi mejilla. Lloré sabiendo que con cada lágrima se me quebraba el corazón como si de zarpas se tratasen. Lloré sin pudor. Sabiendo que eran las únicas que podrían curar las heridas que aquel hombre había producido en mí.

Quise cerrar aquel sobre para esconderlo en lo más profundo de mi pequeña bolsa de viaje, pero entre la gran cantidad de dinero que había dentro vi, de nuevo, el papel que daba sentido a aquella locura.

Nunca me culpes por esto. Por muchos gritos que hayas tenido, ambos sabemos que lo deseabas. Tu mirada en el bar dónde nos vimos me decía que querías acostarte conmigo… pero al final todas hacéis lo mismo. Putas monjitas adolescentes de mierda.
Ya me ha pasado más de una vez y, aunque sé que al final no tenía cojones para denunciar una violación, te dejo el dinero suficiente para que vayas a abortar a Londres. Sé que no me vas a denunciar, lo disfrutaste tanto o más que yo. Al final todas sois iguales de cerdas.

PD: Como digas a alguien algo de esto, te aseguro que la próxima vez tus gritos no serán de placer.”


Me sabía aquel texto de memoria. Al igual que me sabía de memoria el cuerpo de aquella persona que hacía que mi mundo hubiera cambiado hasta el punto de querer morirme por aquello que siempre había querido. Siempre quise quedarme embarazada, tener un niño y ser feliz cuidándole. Pero nunca imaginé que el primer paso de aquel proceso soñado acabara en una sala de quirófano que ya imaginaba mientras ya podía llegar a ver las negras nubes del cielo de la ciudad inglesa. Era la única salida que mi mente tenía para escapar de las garras del que siempre había sido mi mejor amigo.

martes, 11 de febrero de 2014

Cristal de esmeralda

Una pequeña luz amarillenta iluminaba la pequeña estancia. Le daba un toque antiguo e íntimo que estaba en consonancia con la escasa decoración que se podía observar. En ella un hombre de aspecto anciano y gesto contrariado miraba un álbum que se encontraba encima de un pequeño escritorio. Sus arrugas formaban recovecos en una piel cansada de luchas constantes, pero, a su vez, brillante de energía. Energía heredada del apuesto príncipe que fue años atrás. Sus dedos manipulaban, con cierto temblor, aquel objeto en el que solo podía ver fotografías. Fotografías sin sentido que iban apareciendo por sus retinas de una forma vertiginosa. Intentaba hallar algo que las relacionara, algo que le dijera qué significaban. 
Buscaba el nombre de aquellas personas, aquellos objetos y aquellos paisajes. Indagaba en su memoria sin conseguir interpretar la relación de aquellas instantáneas con él.

Levantó la vista cuando oyó un chirrido proveniente del único hueco que dejaba espacio para la salida al exterior. Nunca se acordaba cómo se llamaba aquello que abría y cerraba aquel agujero. Vio como se acercaba un joven muchacho sonriente, con algo de comida entre sus manos y un cartel colgando de su cuello. Nunca había tenido buena memoria para los nombres y tampoco conocía a aquel chico sonriente que se acercaba para darle un beso en la sien. Decidió mirar el cartel que portaba, pero le fue imposible descifrar lo que, para él, era un jeroglífico.

- Perdona chico, ¿Quién eres? – Le preguntó mientras seguía intentando darle sentido al jeroglífico.

- Soy Alberto, abuelo. – Le contestó acariciándole el canoso pelo con cariño.

- ¿Alberto Abuelo? – Le volvió a cuestionar mientras le miraba asombrado con sus grandes ojos azules – Tus padres no te debían querer mucho… Ponerle a un hijo el nombre de Alberto Abuelo.

El muchacho sonrió a la vez que una lágrima brotaba de sus ojos para acabar muriendo en su mejilla. Era curiosa la mezcla de sentimientos. Hasta entonces jamás pensó que se podía sentir ternura y tristeza a la vez. Un batido de emociones difícil de describir.


El anciano volvió a dirigir su vista hacia aquella libreta repleta de fotografías y entonces lo vio. Vio su alma, su vida… su elixir de juventud. El verde esmeralda traspasaba el papel y se dirigía hacia su alma, clavándose y convirtiéndose en el puñal que le hacía sonreír, que le hacía recordar. El puñal que hacía que todo tuviera sentido. Un sentido que solo se lo daba la única persona que él guardaba en su delicada memoria de cristal. Por muchos pedazos de cristal siempre recordaría a sus ojos color esmeralda que hacían que su corazón palpitase como si fuera a enamorarse, un día más, de la que había sido la mujer de su vida.

lunes, 10 de febrero de 2014

Sufrimiento esperanzado

Hace relativamente poco, por circunstancias de la vida, tuve que hacer una redacción sobre la esperanza. En ese momento solo vi consecuencias positivas al hecho de vivir con aquella magnífica palabra. A día de hoy, puedo decir que solo le veo consecuencias negativas al dichoso término. Mejor dicho, solo veo reacciones adversas a la esperanza incontrolada que cada uno de nosotros tenemos en algún momento de nuestro bagaje en lo que denominamos mundo.

Mentiría si dijera que no se tiene que tener esperanza. En ese caso nos sumergiríamos en un halo de tristeza, negativismo y derrotismo. Con convertiríamos en meras marionetas grises caminando entre niebla y contaminación. Ni una sonrisa, ni un guiño, ni un saludo de un desconocido de esos que te alegran el día. Ni siquiera una risa de aquél bebé que te cruzas cuando subes en el autobús y al que empiezas a hacer tonterías. Sin esperanza no habría ni una pizca de aquellos pequeños gestos que hacen que los niveles de nuestra felicidad aumenten hasta traspasar el límite de lo establecido para estos casos.

Pero, ¿Realmente la esperanza es tan buena como nos quieren hacer creer? Es cierto que trae nos crea la ilusión necesaria para poder seguir adelante, continuar nuestro camino y alcanzar las metas que teníamos en mente. Pero hay momentos que van más allá de eso. Instantes o caminos que se llenan de esperanza sin dejarnos ver más allá de aquel foco de luz clamoroso que nos grita sin detenerse. Una luz que no nos deja ni escuchar ni ver la verdad de aquello. La esperanza nos da la ilusión, pero también nos da la desilusión.

Hay veces que, sabiendo que es imposible el camino que se quiere encetar, la esperanza lo convierte en improbable. Y aquí está el problema. Aquí es cuando la esperanza se convierte en un ser propio que solo quiere ver la parte positiva de aquello que, muy dentro de ti, sabes que no está. Descartas las opciones viables y te dejas guiar por eso que quieres creer que va a suceder. Te dejas guiar por aquel GPS que comúnmente llamamos esperanza. Y al final, tarde o temprano, llega un día en el que te encuentras que el castillo de cuento que tenías imaginado no existe. Recapacitas y chocas con la realidad que tu destino te tenía marcado. Te empotras con una pared invisible, colocada especialmente para ti, para desilusionarte de algo que solo se había materializado en tu mente. Y aparece la desilusión… pero jamás desaparece la esperanza. Esa siempre estará allí acompañándote para crear un mundo ideal irreal.

Personalmente, me toca la vena sensible (La poca que tengo) cuando esa esperanza se materializa en una persona importante para ti. O que tu crees que es importante. Cuando empiezas a ver que aquella relación, amistosa o familiar, empieza a hacer aguas y comienza a desintegrarse sin saber muy bien dónde está la fuga, aparece nuestra amiga esperanza. Aparece en forma de chicle en medio de una acera concurrida de gente. Y elije tu zapato para adherirse a él. Un chicle que ha sido masticado durante un par de minutos y lanzado al suelo debido a la prisa de cualquier ciudadano. Un chicle casi intacto que se pega con fuerza a tu calzado y va dejando huella en las baldosas pisadas. Es fuerte y flexible. La fuerza se la das tú, la flexibilidad se la da él. Y cuando piensas que la firmeza ganará la partida a la flexibilidad, aparece de nuevo para volverse a pegar y despegarse del suelo. Y esa es la esperanza. Aquello que te devuelve a la tierra, al sufrimiento de un camino o una relación que quieres acabar pero no puedes. No puedes porque tu amiga esperanza lo evita a toda costa. Y cuanto más recorres, más flexible se vuelve tu acompañante de zapato. Y aquí es cuando tiramos balones fuera, cuando decidimos que la culpable de todos los males es la esperanza, es la flexibilidad… O es aquella relación imposible materializada en chicle.


Y no nos damos cuenta que nosotros somos los dueños de la situación, que somos los culpables de lo sucedido. Que podríamos haber parado tiempo atrás aquello. ¿Cómo? Os preguntaréis. Quitaros el zapato y arrancar el chicle de cuajo. Sin dejaros ni una migaja. Las migajas harán recuperar la amistad prohibida. Cortar la amistad, por muy duro que sea, para sufrir esa dureza por una última vez más.

jueves, 16 de enero de 2014

Retales del ayer

Un centenar de personas miraban impacientes a que su profesor diera por finalizadas sus clases y, con ello, el permiso para poder levantarse e irse a comer. Se había hecho tarde y los alumnos iban recogiendo sus apuntes para así intentar presionar a aquel viejo catedrático que les estaba explicando batallitas de cuando él era joven. Pero no fue hasta que escucho un suspiro de desesperación cuando decidió mirar su reloj y ver que pasaban 20 minutos de más.

Ya con el profesor fuera del aula, Clara recogía sus bolígrafos mientras le contaba a Raquel lo que le había sucedido la noche anterior. Al girarse vio que su compañera había desaparecido y que se encontraba hablando sola.

- Pero… ¿y esta?- Dijo mientras giraba sobre si misma para intentar buscarla. Y la encontró. Su cabeza sobresalía al final del aula mientras con su brazo alzado intentaba llamar su atención pero lo único que recibía era miradas contradictorias por parte de sus compañeros.
- ¡Clara, Clara! – Gritó sin importarle nada ni nadie.

Negó con la cabeza. En poco tiempo Raquel se había convertido en alguien importante en su círculo de amigos pero, a su vez, había veces que la mataría. Estaba acostumbrada a pasar desapercibida en la vida pero si había una cosa que no podías pedir a Raquel era discreción. Lentamente se dirigió al fondo de la clase mientras su amiga la miraba con cara de impaciencia con un bolígrafo en la mano. A Raquel apenas le había dado tiempo a recoger nada y había decidido dejar todas sus cosas en el suelo, entre ellas los apuntes del día, que se encontraban sin orden en el suelo.

- ¿Se puede saber por qué me dejas hablando sola y montas todo este tinglado? Que parece que ha pasado una manada de elefantes.
- Que manada ni que leches, si lo he dejado ordenado y todo.- Si, otra de las virtudes de Raquel, todo tenía un orden, su orden.- Pero no me distraigas. ¿Has visto esto? – Dijo señalando un papel colgado en el corcho de clase.
- Yo lo he visto y tú lo has visto. Esta lista para la fiesta de esta noche lleva colgada casi una semana.
- ¿Sí?
- Si ayer me dijiste que no querías ir. Espera, ¿quién va para que cambies de opinión? – Dijo acercándose a la lista y repasando uno a uno los nombres intentando poner cara a cada uno de ellos.
- Que retorcida eres.
- ¿Juan? Hoy has estado pendiente de él toda la mañana- Dijo sin escuchar a su amiga.
- Solo que tenemos que relacionarnos y esta es una buena oportunidad.- Decía intentando sonar convincente mientras Clara se giraba con la ceja alzada.
- ¿Tenemos? Bonita, yo tengo que estudiar. – Dijo mientras salía de clase dando por finalizada la conversación.
- ¡Pero si sólo llevamos un mes de clase! Los exámenes son en… ¿Clara? – La llamó al ver que nadie estaba a su lado y su amiga se encontraba ya al borde de las escaleras dirigiéndose a la salida del edificio.- ¡Clara, ven aquí inmediatamente, cabrona!


Mientras, Clara soltaba una carcajada mirando como Raquel intentaba recoger todo lo que había dejado por el suelo atropelladamente mientras seguía insultándola de manera cariñosa. Raro era el día que no pasara.

Se encontraba sentada en el sofá rodeada de folios intentando poner orden sin llegar a conseguirlo. En la mesa reinaba una taza de café humeante. Le encantaba su olor, la sensación de tener una taza caliente entre unas manos frías, el gusto de aquel líquido corriendo por su garganta. Con su boca jugueteaba con el capuchón de aquel bolígrafo que le habían regalado sus padres antes de irse a vivir a la ciudad. De fondo se oía una mezcla de jazz y blues que utilizaba cuando quería relajarse. En su mente una mezcla de ideas que no sabía como encajar. Había empezado a estudiar lo que más le gustaba pero, una vez empezado el curso, dudaba que fuera lo que realmente quería. A ello se le unía su salida del nido. Había pasado de vivir con sus padres a estar sola en una especie de loft en un ático del centro, de tener siempre un apoyo a tener que buscarse la vida, de ser la niña mimada a tener que mimarse ella sola, de tener a sus amigos al lado a no tenerlos casi nunca. Demasiados cambios en demasiado poco tiempo. Clara sabía que podía con todo, que sus problemas desaparecerían costase lo que costase. Ella no se podía permitir fracasar.

Justo en ese momento escuchó el timbre de la puerta. Levantó la vista hacia el reloj colgado en la pared y, con gesto contrariado se levantó para abrir. Eran casi las 9 de la noche de un jueves, una hora extraña para que alguien se presentara en casa. Al mirar por la mirilla en su cara se dibujó una media sonrisa. Abrió la puerta sin saludar y se dirigió de nuevo camino al sofá.

- Oye, tú ni saludes.- Dijo Raquel asomando la cabeza por la entrada del salón.
- Hola Raquel, ¿Qué tal estás? ¿Qué haces a estas horas aquí?
- A mi no me vaciles, niña. Y corre, que vamos a llegar tarde.

Levantó la vista y se encontró a Raquel en medio del salón vestida con un pantalón tejano oscuro ajustado con unas botas altas de tacón por encima, una camiseta  blanca con detalles negros y una chaqueta de cuero en la mano. Su ropa, su peinado y su maquillaje le decían que le acababa de meter en un lío sin ella quererlo.

- ¿Qué se supone que haces vestida así?
- Quedamos esta mañana en ir a la fiesta de clase, lo que no sé que haces en pijama todavía.
- No quedamos en nada, Raquel.
- ¿No? – Con una sonrisa dudosa- Pues nada, quedamos ahora en ir, que no puedo volver así a casa, bastante me ha costado convencer a mi madre.

Y ahí se acabó la conversación. Raquel tiraba de Clara para llevarla a rastras hacia la ducha. Una vez en la puerta del baño Raquel decidió que, mientras su amiga se duchaba, ella investigaría entre la inmensidad de su armario el look que llevaría Clara esa noche.

En apenas media hora ambas se encontraban en el coche de Raquel mientras Clara seguía quejándose de la idea de su amiga. Sin que ella se lo esperase, Raquel decidió dar un frenazo haciendo que Clara diera gracias al cinturón. Por un segundo se había visto estampada contra el cristal delantero.

- Clara, no jodas eh, que mucho que quejas pero te podías haber quedado en casa. – Sabía que había aparecido sin decir nada pero si realmente Clara no hubiera querido, no hubiera ido.
- Perdón. – Dijo acercándose para darle un beso en la mejilla.- Ahora, a por esa fiesta.

La noche pasaba sin ningún tipo de problema. Muy al contrario de lo podía parecer en un principio, Clara se encontraba bailando con un chico que, a pesar de conocerlo de vista, no sabía ni como se llamaba; mientras tanto, Raquel estaba apoyada en la barra del bar con una copa en mano y con la mirada fija en una pareja que se encontraba sentada en uno de los sofás del local. Su noche ideal había cambiado en cuanto había dirigido su mirada a ese sofá y solo era capaz de mirar en esa dirección mientras bebía de la copa que tenía en su mano, sin tener en cuenta cuantas había ingerido ya. Clara, al darse cuenta, decidió abandonar a su acompañante e ir hasta la barra para apoyarse en ella mirando alternativamente a su amiga y al lugar donde se dirigía su mirada.

- Ey, mírame.- Mientras le giraba la cara hacia ella.- ¿Cuántas copas llevas?
- Ni lo sé, ni me apetece saberlo.- Agachó su cabeza mientras unas lágrimas resbalaban por su rostro para morir en las manos de Clara que seguían sujetándole la cara.
- Anda, vamos fuera. Es tarde y tú no puedes seguir aquí machacándote.

En el coche, mientras Clara conducía, Raquel seguía con la mirada perdida. Habían avisado a los padres de esta última después de decidir que esa noche no iría a dormir a su casa. No estaba en condiciones para ir a su casa y Clara no quería que se quedara sola en la cama llorando.
Ya en casa, Raquel se dejó caer en el sofá y, aunque llorando, decidió contarle a Clara lo que le ocurría. Quizá era que el alcohol le hacía desinhibirse o que, simplemente, había encontrado el valor de contarle a alguien lo que le pasaba.


- No es por Juan. No me gusta Juan.- Mientras Clara se acercaba haciendo el mínimo ruido posible. Estaba segura que su mirada se dirigía a Juan pero quería que fuera ella quien se explicase.- En realidad esto no lo sabe nadie pero… Cuando empecé el instituto siempre me fijaba en aquella chica morena que se sentaba en primera fila. Por ese entonces creía que era porque era mona, porque me quería parecer a ella, porque simplemente era guapa. Un par de años después me encontré mirándola a escondidas, siguiéndola con la mirada o, sin darme apenas cuenta, pensando en ella mientras estaba en la cama. No me entendía ni yo pero aquella chica morena se había colado en mi demasiado, más que cualquier otra persona. La gente de mi clase tenía fotos de chicos en su carpeta y yo, por más que lo intentaba, no veía la gracia a aquella moda. No veía la gracia ni a aquella moda ni a aquel chico rubio por el que todas suspiraban.- Fue en ese instante cuando levantó la vista hacia Clara que la miraba con la boca abierta. Sabía por donde quería ir, no le importaba, pero tampoco se lo podía llegar a imaginar.- No me gusta Juan, la que me gusta es Alba.

martes, 14 de enero de 2014

Mi cielo oculto

Sus manos dudosas recorrían mi cuerpo sin saber muy bien dónde posarse, dónde tranquilizarse y recrearse en el placer del tacto. Mi cuerpo se mantenía inmóvil, tenso… con el único objetivo que el de buscar su boca para perderme entre los recovecos de ésta.

- Sé que tengo mi fama, pero yo no… nunca... – me dijo mientras el rojor se apoderaba de sus mejillas.
- También es mi primera vez.

Nos miramos y empezamos a reír a carcajadas, soltando así los nervios que nos invadían. Se dejó caer sobre mí, apoyando su rostro en mi hombro, buscando las fuerzas necesarias para que la seriedad volviese a esa cama.

- ¿Me dejas guiarte? –Le pregunté entrelazando nuestros dedos. Era la primera vez que me acostaba con alguien, pero siempre dicen que nadie se conoce mejor que uno mismo.

Acarició mi cuerpo con suavidad por el camino que mi propia mano iba construyendo. Sus ojos, al contrario que al principio, no se apartaban de los míos, haciendo que así pudiéramos crear una conversación sin emitir sonido alguno. Sus dedos empezaron a juguetear con uno de mis pezones mientras los míos hacían lo propio con el otro pecho. Suspiré mientras notaba que mi respiración se incrementaba a un ritmo vertiginoso. Decidí quedarme allí y dejar que fuese mi acompañante quién descubriese, sin ayuda, el placer de aquella nueva experiencia.

No supe evitar un gemido al notar su cuerpo mezclándose con el mío, con el sudor que éste desprendía. Incluso no supe evitar el intenso temblor que me producía ese momento.

- ¿Estás bien? – Dijo parándose en seco – Estás temblando.
- Sí – Dije rotundamente – No dejes de hacerme temblar.

Un pinchazo recorrió mi espalda, arqueándola, tensándola durante unos segundos. No pude controlarlo, al igual que no pude controlar el grito de placer que nació de mi garganta. Entreabrí los ojos y entonces lo supe.

- ¿No te habré hecho daño?

- Has hecho que suba al cielo entre tus brazos – Le contesté para, después, fundirme entre sus labios una vez más.

domingo, 12 de enero de 2014

La sonrisa perdida

El frío se internaba en mi cuerpo, colándose sin permiso en él, calándose en mis huesos para acabar siendo una capa invisible más de mi ser. Una protección autodestructiva que hacía meses que me acompañaba a cada paso que daba. Mi inseparable amiga viajera. El temblor de mis extremidades causaba mella en mí. 
Hacía días que lo tenía, pero había llegado el punto extremo. Sabía que ni podría aguantar  mucho tiempo más en aquel rincón de la ciudad, que debía buscar un pequeño cobijo. Sabía que el temblor era el anticipo del recorrido al más allá. Y sabía que no podría encontrar nada con las pocas monedas insignificantes que recaudaba diariamente.

Entreabrí mis ojos y vi como se acercaba a mí un hombre trajeado sujetando con firmeza un maletín color marrón y con un brillo que le daba un aire más importante del que ya tenía. Cruzamos las miradas y noté una conexión extraña entre los dos. Sus pupilas eran diferentes… Me gritaban algo que no podía llegar a entender. Pero continuó caminando hasta adentrarse en aquella cafetería que tanto envidiaba. Cerré los ojos esperando que, gracias a ello, mi pesadilla cesara, al menos, por unos minutos.


- ¿Me permite sentarme a su lado?

Parpadeé un par de veces para cerciorarme de quién era. Solo habían pasado unos minutos pero aquel hombre de traje y maletín se encontraba a mi lado, con un par de tazas humeantes y una bolsa colgando de su antebrazo. No le contesté, bastó un leve movimiento para otorgarle el permiso que ansiaba.
Mirando al frente noté como me ofrecía la bolsa que portaba y como una de las tazas llegaba hasta mis manos inundándolas de calor.

- ¿Sabe ese café de allí? Puede ir cada día. Tiene un chocolate y un bocadillo pagado cada 24h.- Dijo tras varios instantes en silencio.- No es mucho pero… En la bolsa hay también la tarjeta de un albergue. Allí dormirá cada noche en calor.

Giré con lentitud mi rostro hasta encontrarme con aquellos ojos que me trasladaban a otro lugar. Aquello que me contaba podría ser algo insignificante para él, pero para mí era algo muy difícil de superar.

- ¿Por qué yo? – Pregunté sin poder rechazar su mirada.

- Hace unos meses murió alguien especial para mí.- Comentó antes de tragar saliva. No entendí la relación de todo aquello.- Mi hermano tenía sus mismos ojos. La misma expresión que tiene usted en ellos. Es mi forma de transportarme a su mundo.

No pude evitar emocionarme. No pude evitar inundar de lágrimas mi cuerpo. No pude evitar ese escalofrío que recorría toda mi columna vertebral. Un calambre llamado amor que hacía mucho tiempo que no sentía.

- Gracias a usted por devolverme al mundo.

- Solo le pido una cosa a cambio.- Dijo mientras yo le observaba con impaciencia. Tenía miedo de saber sus intenciones.- Déjeme ver su mirada una vez a la semana.


De nuevo no contesté. Me limité a sonreír. Una sonrisa que pensaba que ya no existía.

viernes, 10 de enero de 2014

La Oscuridad palpable

Acariciaba con curiosidad el cuerpo de aquella desconocida mujer que tenía enfrente. No conseguía verla. La venda que tapaba mis ojos me impedía tener una imagen nítida de ella. Una imagen que fuera más allá de aquello que sentía a través del tacto de las yemas de mis dedos. Me escandalicé cuando, a los pocos instantes de sentir su cuerpo, noté sus huesos clavarse como astillas en mi piel. Sus caderas sobresalían de una forma asombrosa de su cuerpo. No podía imaginarme que nadie pudiera llegar a estar en semejantes condiciones. Mis manos subieron por su cuerpo hasta su rostro. Temblorosas, exploraron aquella zona sin poder detenerse mucho tiempo en investigar los recovecos que se podían encontrar en ella, recovecos de huesos recubiertos por una fina capa de piel. Di un paso hacia atrás atemorizada por lo que estaba tocando. No podía llegar a diferenciar si realmente lo que estaba examinando tenía vida o, por el contrario, me hallaba delante de un cadáver.

-              -  Muy bien Alba, puedes quitarte la venda de los ojos.

Poco a poco fui deshaciendo el nudo de aquella cinta negra. Mientras lo hacía, no pude evitar dar un par de pasos hacia atrás. Había accedido a hacer una actividad de la que nunca me dijeron muy bien de qué trataba y, en esos momentos, tenía miedo de ver aquella realidad que había palpado con mi cuerpo. La luz entraba en mis ojos de manera contundente, queriéndose hacer dueña de ellos. Parpadeé un par de veces para poder llegar a ver con claridad. Siempre me había afectado más de lo normal la luz solar y, como siempre pasaba, no pude evitar soltar un par de lágrimas debido a la batalla momentánea que había tenido lugar entre los rayos de luminosidad y mi propio cuerpo. Por fin tenía una visión nítida, pero no era capaz de levantar la vista de los cordones desatados de mis zapatillas.

-              -  Alba, levanta la cabeza. – Me ordenó aquella mujer en la que había depositado mi confianza para entrar en aquel centro de problemas alimenticios. – La chica que tienes delante se llama Olivia y tiene la misma estatura y peso que tú tienes actualmente.

Giré mi mirada rápidamente hacia mi doctora. Los datos que presentaba ante mi era atronadores, espeluznantes y, sobretodo, mortales. Su voz seguía sonando en aquella habitación de paredes blancas, pero mi mente vagaba entre la cordura y la locura. Intentaba asimilar aquello que acababa de escuchar, pretendía encajar aquellas piezas que, para mí, eran claramente de puzles diferentes, de escenas diferentes. Era prácticamente imposible que mi cuerpo, el que observaba cada mañana en el espejo, tuviera algo en relación con aquello que había palpado minutos antes. Mi cuerpo era una maraña de grasa y celulitis, no algo que se podía confundir con total facilidad con un cadáver del anatómico forense. Yo era una chica rellenita, con unos quilos de más. La mujer que tenía ante mis ojos era el ejemplo típico de anorexia.

Metía con rapidez la ropa en mi maleta. Quería salir de aquella clínica. No me gustaba que me compararan con algo que yo no era. Había aceptado ingresar el día que empecé a tener problemas cardíacos y siempre teniendo en cuenta la voluntad de mis padres. Jamás interné por voluntad propia. Y ahora, teniendo como compañía a aquel ser que, médicamente hablando, era igual que yo, sólo pensaba en marcharme. ¿Qué sabrían los médicos? Yo podía controlar mi cuerpo, mi mente, mi corazón… Incluso mi ingesta de alimentos.

Al cerrar mi equipaje eché un vistazo a mi fugaz compañera de habitación. Le habían conectado a una máquina para tener controlado su corazón. Aseguraban que aquel aparato sería mi próximo compañero de viaje. Qué equivocados estaban. Iba a cruzar la puerta cuando oí un pitido que se clavaba en mis tímpanos haciendo que se revolvieran los cimientos de mi existencia. El personal sanitario corría desesperadamente pidiéndome que me apartase, gritando cosas incoherentes que sólo ellos conocían. Gritos que se convertían en leves murmullos cuando llegaban a mis oídos. Murmullos que se convertían en preguntas. ¿Y si era verdad lo que hacía meses que me advertían? Si fuera así, yo podría acabar con los ojos en blanco, inmóvil, con mi último aliento en una cama de hospital. Podría acabar como estaba en esos precisos momentos Olivia. Sola, rodeada de personas, pero sola por cumplir el sueño de estar delgada. Sola. Ella y su delgadez.

Sentada en el suelo del pasillo, apoyando la espalda a la pared y con la mirada perdida, esperaba la noticia que tanto ansiaba en ese momento. Una respuesta que, en el fondo de mi ser, sabía que no iba a llegar. Había visto en sus ojos la mirada de la muerte. La misma que me perseguía a mí en el momento que decidí irme de allí. La misma que me venía acompañando desde aquel día que decidí dejar de lado todos aquellos alimentos que mi cuerpo necesitaba y mi mente quería borrar del mundo.

-                        - Olivia ha muerto. – Me dijo sin compasión una de las enfermeras.


-              - Quiero vivir. – Dije aún mirando a la nada.- Quiero quedarme aquí, seguir vuestras normas. Quiero seguir las leyes que marca mi cuerpo y olvidar aquellas que me dicta mi mente. – Levanté la vista para mirar fijamente a aquella mujer. – Déjame ayudaros como quería hacer Olivia conmigo.

viernes, 3 de enero de 2014

El miedo aliado

Miedo: 1. m. Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario.
               2. m. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.”


Muchas personas creen que el miedo es aquello que tienes que alejar de tu vida. Entrenar durante años y convertirte en el mejor lanzador de peso, el que gana competiciones y consigue la medalla de oro en los JJOO casi sin despeinarse. ¿De verdad es necesario alejarse del miedo?

Personalmente, no sólo creo que no sea necesario, sino que además es contraproducente. Estoy convencida que aquella pesa que dejas escapar de tus dedos, a mitad del vuelo y cuando tu ya estás de espaldas mirando un nuevo horizonte, se convierte en un boomerang. Un boomerang que vuelve y toca tu ser, retorciéndose entre tu piel, creando nuevos miedos arraigándose en todo aquello que puedes llegar a dar. Convirtiéndose así en la fuerza más poderosa del mundo. De tu propio universo. Un miedo que se muda de lugar para convertirse en la capa invisible que te rodea. Una tela invisible, negra, tupida… Indestructible.

El miedo tiene que ir de tu mano. O tú tienes que ir de la mano del miedo. Cogerlo cuando más te asusta. Hacerlo fuerte. Una de las maneras es aliarte con las lágrimas que éste provoca, las cuestiones de tu mente, las pocas ganas de vivir. Alíate y atrapa tu propio miedo con las manos, sin vacilar ni un solo instante. Es la única forma de vencerlo, dejándote ayudar por él. Necesitamos sentir la sensación de miedo para poder avanzar en la vida. No lo sueltes… En cuanto lo hagas te caerás, tropezarás en el mismo obstáculo que te pone día a día. Haz que sea el amigo que te ayuda a coger carrerilla para saltar la valla de metal que tienes en una carrera de 100 metros valla. Y cuando consigas acabar, sigue con él de la mano. Entonces será tu mejor aliado. Para siempre.


Siempre me he imaginado el miedo como aquel humo que se forma en la cocina el día que decides tirar la casa por la ventana y cocinar langostinos. Sólo se disuelve con un buen extractor, pero una vez disuelto tienes la recompensa de haber aguantado minutos de humo espeso rodeándote.  El extractor… esa fuerza que sacas para absorber a aquello que más temes. Aquel poder que tenemos todos en respirar nuestro propio miedo y transformarlo en un ave fénix. Un fénix que no eres más que tu mismo.