Habitualmente no escribo en el blog para desahogarme o, por lo menos, no me desahogo de una manera directa. Hay veces que hay toque biográficos en los relatos, por mínimos que sean. Pero hoy necesito hablar de una experiencia personal que me ha marcado demasiado. Y eso que acaba de sucederme. Para ello, primero os tengo que poner en antecedentes.
Desde hace unos años me rondaba por la cabeza la idea de ser voluntariado de una de las protectoras de mi ciudad, pero muchos prejuicios y muchos "Es que si vas, tu perra enfermará por lo que puedas coger tu y, aunque tu no lo desarrolles, lo pasarás a ella". Mentira. Bueno, mentira siempre que tu perro esté vacunado. Y la mía lo está. (Eso y que se relaciona con perros no vacunados y sin demasiada higiene desde que era bebé). A lo que iba. Hace más de medio año me encontré con unas voluntarias de una protectora y decidí que era la excusa perfecta para ir. Y así lo hice. Desde entonces, cada domingo que puedo estoy allí ayudando o, simplemente, sacando a pasear a los perros. Contra más pesen y más tiren, más me gusta el reto.
Esta mañana, después de unas semanas sin ir, me he despertado pronto, me he puesto "la ropa de trabajo" y me he dirigido allí. Lo primero que he hecho al llegar ha sido coger a Oliver y Sweet y llevármelos de paseo. Él estaba desesperado por salir, casi tira la puerta abajo, y ella es su madre. No saben ir solos. Todo iba sobre lo previsto, hasta que al volver nos han comunicado que acababan de encontrar a un perro cerca de allí. Al ver el follón que había, he decidido ir yo, junto con otra compañera a ver si podíamos cogerlo. Y lo que he visto al llegar ha sido la crueldad humana en su máxima expresión. En estos meses me he encontrado perros abandonados, perros cuyo dueño los dejaba en la puerta, cachorros que llevaban días a temperaturas bajo cero... Pero nunca eso.
Dentro de una caseta se encontraba un perro, o lo que quedaba de él, arrinconado en una de las esquinas. Le hemos dado una lata de comida y la hemos apartado un poco para que saliera el solo de allí. La ha cogido entera de un bocado. Ha tardado segundos en devorarlo. Al sacarle y cogerle en brazos hemos visto lo que nunca tendría que soportar un ser vivo. Ojos llenos de conjuntivitis y barro adheridos a ellos, su olor era olor a rancio... o incluso a muerte y descomposición. Y lo peor incluso, la columna vertebral le sobresalía completamente. ¿Habéis visto alguna vez al típico (desgraciadamente) galgo desnutrido, que se le arquea la columna? Este perrito no la tenía arqueada... era lo siguiente a ello. Tan mal estaba que casi se le juntaban las patas traseras con las delanteras. Al llegar al refugio se ha comido en apenas dos minutos media lata de comida de las gigantes. Y todo esto sin dejar de temblar. Ni de agachar la cabeza cuando veía una mano. Ni de dirigirse a algún escondite cuando le dejabas en el suelo. Llevaría semanas sin comer.
¿Hasta ese punto puede llegar la crueldad humana? Luego se dice que las personas somos animales racionales, con inteligencia. Lo que yo he visto esta mañana era de todo menos racional. Era brutalidad. Era la actuación de un hijo de puta hacia el mejor animal que se puede tener. Porque, a pesar de lo que ha debido pasar el perro, se aferraba a ti con las cuatro patas cada vez que le cogías en brazos. Y hasta ha llegado a dormirse, sin dejar de temblar, en los brazos de mi compañera. Buscándonos las manos cuando dejábamos de acariciarle.
Soy una persona que le cuesta llorar. Y mucho más reconocer que lo hace. Y muchísimo más hacerlo en público. Hoy no he podido evitarlo al mirarle a los ojos a esa preciosidad de perro y a los ojos de mi compañera.
Ojalá la ley fuera más dura. Ojalá no se permitiera que un ser humano arrasara con la vida de otro ser. Y más si éste último es pura nobleza.
Un momento, un detalle, un instante de reflexión. Una manera de ver la vida a través del movimiento insaciable de tus neuronas. Un pensamiento que fluye más allá de un papel. Que fluye en el aire para acabar convirtiéndose en algo más en lo que pensar.
domingo, 23 de febrero de 2014
domingo, 16 de febrero de 2014
Escape irremediable
Rebuscaba con rapidez e impaciencia entre mi bolso. Era
curiosa la facilidad con la que se perdían las cosas en él. Decidí agacharme
para poder vaciarlo, esparciendo todo su interior por el suelo. Por fin. Allí
estaba. Tenía entre mis manos lo que hacía minutos que me traía loca. Apreté el
botón central y la pantalla se iluminó, mostrándome las tres llamadas que no
había podido contestar a tiempo. “Mamá”.
- Ei Má – Le saludé – No encontraba el móvil – Le expliqué
mientras seguía escuchándola sin prestarle demasiada atención – Estoy en Atocha
con Marta. Cuando lleguemos a su casa te digo alguna cosa.
Colgué queriendo terminar la conversación lo más rápido
posible. No me gustaba mentirle, pero en ese caso no veía otra opción. Recogí
todo lo que había tirado y corrí hasta la puerta de embarque. “LONDON”.
Ya en el avión no podía dejar de dar vueltas a aquel sobre
que tenía entre mis manos. Era la primera vez que montaba en un avión y ni
siquiera había prestado atención a la azafata que indicaba que teníamos que
hacer en caso de emergencia. Tenía miedo a volar, pero no podía compararlo con
el temor que sentía dentro de mí cada vez que pensaba en el por qué de aquel
sobre. Lo abrí de nuevo, cerciorándome de aquella fatalidad, y sin querer
aparecieron en mis ojos unas lágrimas que intenté evitar cerrando con fuerza
los párpados. Pero los tuve que abrir de inmediato. En aquellas milésimas de
segundo que cerré los ojos lo último que pude ver fue oscuridad. Otra vez me
vino él a mi cabeza, sus movimientos sobre mi cuerpo, sus susurros alocados en
mi oído.
Lloré sin poder evitarlo. Lloré dejándome el alma en cada
gota salada que recorría mi mejilla. Lloré sabiendo que con cada lágrima se me
quebraba el corazón como si de zarpas se tratasen. Lloré sin pudor. Sabiendo
que eran las únicas que podrían curar las heridas que aquel hombre había
producido en mí.
Quise cerrar aquel sobre para esconderlo en lo más profundo
de mi pequeña bolsa de viaje, pero entre la gran cantidad de dinero que había
dentro vi, de nuevo, el papel que daba sentido a aquella locura.
“Nunca me culpes por
esto. Por muchos gritos que hayas tenido, ambos sabemos que lo deseabas. Tu
mirada en el bar dónde nos vimos me decía que querías acostarte conmigo… pero
al final todas hacéis lo mismo. Putas monjitas adolescentes de mierda.
Ya me ha pasado más de
una vez y, aunque sé que al final no tenía cojones para denunciar una
violación, te dejo el dinero suficiente para que vayas a abortar a Londres. Sé
que no me vas a denunciar, lo disfrutaste tanto o más que yo. Al final todas
sois iguales de cerdas.
PD: Como digas a
alguien algo de esto, te aseguro que la próxima vez tus gritos no serán de
placer.”
Me sabía aquel texto de memoria. Al igual que me sabía de
memoria el cuerpo de aquella persona que hacía que mi mundo hubiera cambiado
hasta el punto de querer morirme por aquello que siempre había querido. Siempre
quise quedarme embarazada, tener un niño y ser feliz cuidándole. Pero nunca
imaginé que el primer paso de aquel proceso soñado acabara en una sala de
quirófano que ya imaginaba mientras ya podía llegar a ver las negras nubes del
cielo de la ciudad inglesa. Era la única salida que mi mente tenía para escapar
de las garras del que siempre había sido mi mejor amigo.
martes, 11 de febrero de 2014
Cristal de esmeralda
Una pequeña luz amarillenta
iluminaba la pequeña estancia. Le daba un toque antiguo e íntimo que estaba en
consonancia con la escasa decoración que se podía observar. En ella un hombre
de aspecto anciano y gesto contrariado miraba un álbum que se encontraba encima
de un pequeño escritorio. Sus arrugas formaban recovecos en una piel cansada de
luchas constantes, pero, a su vez, brillante de energía. Energía heredada del apuesto
príncipe que fue años atrás. Sus dedos manipulaban, con cierto temblor, aquel
objeto en el que solo podía ver fotografías. Fotografías sin sentido que iban
apareciendo por sus retinas de una forma vertiginosa. Intentaba hallar algo que
las relacionara, algo que le dijera qué significaban.
Buscaba el nombre de
aquellas personas, aquellos objetos y aquellos paisajes. Indagaba en su memoria
sin conseguir interpretar la relación de aquellas instantáneas con él.
Levantó la vista cuando oyó un chirrido
proveniente del único hueco que dejaba espacio para la salida al exterior.
Nunca se acordaba cómo se llamaba aquello que abría y cerraba aquel agujero.
Vio como se acercaba un joven muchacho sonriente, con algo de comida entre sus
manos y un cartel colgando de su cuello. Nunca había tenido buena memoria para
los nombres y tampoco conocía a aquel chico sonriente que se acercaba para
darle un beso en la sien. Decidió mirar el cartel que portaba, pero le fue imposible
descifrar lo que, para él, era un jeroglífico.
- Perdona chico, ¿Quién eres? –
Le preguntó mientras seguía intentando darle sentido al jeroglífico.
- Soy Alberto, abuelo. – Le contestó acariciándole el canoso pelo con
cariño.
- ¿Alberto Abuelo? – Le volvió a cuestionar mientras le miraba asombrado
con sus grandes ojos azules – Tus padres no te debían querer mucho… Ponerle a
un hijo el nombre de Alberto Abuelo.
El muchacho sonrió a la vez que
una lágrima brotaba de sus ojos para acabar muriendo en su mejilla. Era curiosa
la mezcla de sentimientos. Hasta entonces jamás pensó que se podía sentir
ternura y tristeza a la vez. Un batido de emociones difícil de describir.
El anciano volvió a dirigir su
vista hacia aquella libreta repleta de fotografías y entonces lo vio. Vio su
alma, su vida… su elixir de juventud. El verde esmeralda traspasaba el papel y
se dirigía hacia su alma, clavándose y convirtiéndose en el puñal que le hacía
sonreír, que le hacía recordar. El puñal que hacía que todo tuviera sentido. Un
sentido que solo se lo daba la única persona que él guardaba en su delicada
memoria de cristal. Por muchos pedazos de cristal siempre recordaría a sus ojos
color esmeralda que hacían que su corazón palpitase como si fuera a enamorarse,
un día más, de la que había sido la mujer de su vida.
lunes, 10 de febrero de 2014
Sufrimiento esperanzado
Hace relativamente poco, por circunstancias de la vida, tuve
que hacer una redacción sobre la esperanza. En ese momento solo vi
consecuencias positivas al hecho de vivir con aquella magnífica palabra. A día
de hoy, puedo decir que solo le veo consecuencias negativas al dichoso término.
Mejor dicho, solo veo reacciones adversas a la esperanza incontrolada que cada
uno de nosotros tenemos en algún momento de nuestro bagaje en lo que
denominamos mundo.
Mentiría si dijera que no se tiene que tener esperanza. En
ese caso nos sumergiríamos en un halo de tristeza, negativismo y derrotismo.
Con convertiríamos en meras marionetas grises caminando entre niebla y contaminación.
Ni una sonrisa, ni un guiño, ni un saludo de un desconocido de esos que te
alegran el día. Ni siquiera una risa de aquél bebé que te cruzas cuando subes
en el autobús y al que empiezas a hacer tonterías. Sin esperanza no habría ni
una pizca de aquellos pequeños gestos que hacen que los niveles de nuestra
felicidad aumenten hasta traspasar el límite de lo establecido para estos
casos.
Pero, ¿Realmente la esperanza es tan buena como nos quieren
hacer creer? Es cierto que trae nos crea la ilusión necesaria para poder seguir
adelante, continuar nuestro camino y alcanzar las metas que teníamos en mente.
Pero hay momentos que van más allá de eso. Instantes o caminos que se llenan de
esperanza sin dejarnos ver más allá de aquel foco de luz clamoroso que nos
grita sin detenerse. Una luz que no nos deja ni escuchar ni ver la verdad de
aquello. La esperanza nos da la ilusión, pero también nos da la desilusión.
Hay veces que, sabiendo que es imposible el camino que se
quiere encetar, la esperanza lo convierte en improbable. Y aquí está el
problema. Aquí es cuando la esperanza se convierte en un ser propio que solo
quiere ver la parte positiva de aquello que, muy dentro de ti, sabes que no
está. Descartas las opciones viables y te dejas guiar por eso que quieres creer
que va a suceder. Te dejas guiar por aquel GPS que comúnmente llamamos
esperanza. Y al final, tarde o temprano, llega un día en el que te encuentras
que el castillo de cuento que tenías imaginado no existe. Recapacitas y chocas
con la realidad que tu destino te tenía marcado. Te empotras con una pared
invisible, colocada especialmente para ti, para desilusionarte de algo que solo
se había materializado en tu mente. Y aparece la desilusión… pero jamás
desaparece la esperanza. Esa siempre estará allí acompañándote para crear un
mundo ideal irreal.
Personalmente, me toca la vena sensible (La poca que tengo)
cuando esa esperanza se materializa en una persona importante para ti. O que tu
crees que es importante. Cuando empiezas a ver que aquella relación, amistosa o
familiar, empieza a hacer aguas y comienza a desintegrarse sin saber muy bien
dónde está la fuga, aparece nuestra amiga esperanza. Aparece en forma de chicle
en medio de una acera concurrida de gente. Y elije tu zapato para adherirse a
él. Un chicle que ha sido masticado durante un par de minutos y lanzado al
suelo debido a la prisa de cualquier ciudadano. Un chicle casi intacto que se
pega con fuerza a tu calzado y va dejando huella en las baldosas pisadas. Es
fuerte y flexible. La fuerza se la das tú, la flexibilidad se la da él. Y
cuando piensas que la firmeza ganará la partida a la flexibilidad, aparece de
nuevo para volverse a pegar y despegarse del suelo. Y esa es la esperanza.
Aquello que te devuelve a la tierra, al sufrimiento de un camino o una relación
que quieres acabar pero no puedes. No puedes porque tu amiga esperanza lo evita
a toda costa. Y cuanto más recorres, más flexible se vuelve tu acompañante de
zapato. Y aquí es cuando tiramos balones fuera, cuando decidimos que la
culpable de todos los males es la esperanza, es la flexibilidad… O es aquella
relación imposible materializada en chicle.
Y no nos damos cuenta que nosotros somos los dueños de la
situación, que somos los culpables de lo sucedido. Que podríamos haber parado
tiempo atrás aquello. ¿Cómo? Os preguntaréis. Quitaros el zapato y arrancar el
chicle de cuajo. Sin dejaros ni una migaja. Las migajas harán recuperar la
amistad prohibida. Cortar la amistad, por muy duro que sea, para sufrir esa
dureza por una última vez más.
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