Una pequeña luz amarillenta
iluminaba la pequeña estancia. Le daba un toque antiguo e íntimo que estaba en
consonancia con la escasa decoración que se podía observar. En ella un hombre
de aspecto anciano y gesto contrariado miraba un álbum que se encontraba encima
de un pequeño escritorio. Sus arrugas formaban recovecos en una piel cansada de
luchas constantes, pero, a su vez, brillante de energía. Energía heredada del apuesto
príncipe que fue años atrás. Sus dedos manipulaban, con cierto temblor, aquel
objeto en el que solo podía ver fotografías. Fotografías sin sentido que iban
apareciendo por sus retinas de una forma vertiginosa. Intentaba hallar algo que
las relacionara, algo que le dijera qué significaban.
Buscaba el nombre de
aquellas personas, aquellos objetos y aquellos paisajes. Indagaba en su memoria
sin conseguir interpretar la relación de aquellas instantáneas con él.
Levantó la vista cuando oyó un chirrido
proveniente del único hueco que dejaba espacio para la salida al exterior.
Nunca se acordaba cómo se llamaba aquello que abría y cerraba aquel agujero.
Vio como se acercaba un joven muchacho sonriente, con algo de comida entre sus
manos y un cartel colgando de su cuello. Nunca había tenido buena memoria para
los nombres y tampoco conocía a aquel chico sonriente que se acercaba para
darle un beso en la sien. Decidió mirar el cartel que portaba, pero le fue imposible
descifrar lo que, para él, era un jeroglífico.
- Perdona chico, ¿Quién eres? –
Le preguntó mientras seguía intentando darle sentido al jeroglífico.
- Soy Alberto, abuelo. – Le contestó acariciándole el canoso pelo con
cariño.
- ¿Alberto Abuelo? – Le volvió a cuestionar mientras le miraba asombrado
con sus grandes ojos azules – Tus padres no te debían querer mucho… Ponerle a
un hijo el nombre de Alberto Abuelo.
El muchacho sonrió a la vez que
una lágrima brotaba de sus ojos para acabar muriendo en su mejilla. Era curiosa
la mezcla de sentimientos. Hasta entonces jamás pensó que se podía sentir
ternura y tristeza a la vez. Un batido de emociones difícil de describir.
El anciano volvió a dirigir su
vista hacia aquella libreta repleta de fotografías y entonces lo vio. Vio su
alma, su vida… su elixir de juventud. El verde esmeralda traspasaba el papel y
se dirigía hacia su alma, clavándose y convirtiéndose en el puñal que le hacía
sonreír, que le hacía recordar. El puñal que hacía que todo tuviera sentido. Un
sentido que solo se lo daba la única persona que él guardaba en su delicada
memoria de cristal. Por muchos pedazos de cristal siempre recordaría a sus ojos
color esmeralda que hacían que su corazón palpitase como si fuera a enamorarse,
un día más, de la que había sido la mujer de su vida.
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