martes, 11 de febrero de 2014

Cristal de esmeralda

Una pequeña luz amarillenta iluminaba la pequeña estancia. Le daba un toque antiguo e íntimo que estaba en consonancia con la escasa decoración que se podía observar. En ella un hombre de aspecto anciano y gesto contrariado miraba un álbum que se encontraba encima de un pequeño escritorio. Sus arrugas formaban recovecos en una piel cansada de luchas constantes, pero, a su vez, brillante de energía. Energía heredada del apuesto príncipe que fue años atrás. Sus dedos manipulaban, con cierto temblor, aquel objeto en el que solo podía ver fotografías. Fotografías sin sentido que iban apareciendo por sus retinas de una forma vertiginosa. Intentaba hallar algo que las relacionara, algo que le dijera qué significaban. 
Buscaba el nombre de aquellas personas, aquellos objetos y aquellos paisajes. Indagaba en su memoria sin conseguir interpretar la relación de aquellas instantáneas con él.

Levantó la vista cuando oyó un chirrido proveniente del único hueco que dejaba espacio para la salida al exterior. Nunca se acordaba cómo se llamaba aquello que abría y cerraba aquel agujero. Vio como se acercaba un joven muchacho sonriente, con algo de comida entre sus manos y un cartel colgando de su cuello. Nunca había tenido buena memoria para los nombres y tampoco conocía a aquel chico sonriente que se acercaba para darle un beso en la sien. Decidió mirar el cartel que portaba, pero le fue imposible descifrar lo que, para él, era un jeroglífico.

- Perdona chico, ¿Quién eres? – Le preguntó mientras seguía intentando darle sentido al jeroglífico.

- Soy Alberto, abuelo. – Le contestó acariciándole el canoso pelo con cariño.

- ¿Alberto Abuelo? – Le volvió a cuestionar mientras le miraba asombrado con sus grandes ojos azules – Tus padres no te debían querer mucho… Ponerle a un hijo el nombre de Alberto Abuelo.

El muchacho sonrió a la vez que una lágrima brotaba de sus ojos para acabar muriendo en su mejilla. Era curiosa la mezcla de sentimientos. Hasta entonces jamás pensó que se podía sentir ternura y tristeza a la vez. Un batido de emociones difícil de describir.


El anciano volvió a dirigir su vista hacia aquella libreta repleta de fotografías y entonces lo vio. Vio su alma, su vida… su elixir de juventud. El verde esmeralda traspasaba el papel y se dirigía hacia su alma, clavándose y convirtiéndose en el puñal que le hacía sonreír, que le hacía recordar. El puñal que hacía que todo tuviera sentido. Un sentido que solo se lo daba la única persona que él guardaba en su delicada memoria de cristal. Por muchos pedazos de cristal siempre recordaría a sus ojos color esmeralda que hacían que su corazón palpitase como si fuera a enamorarse, un día más, de la que había sido la mujer de su vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario