lunes, 14 de abril de 2014

Felicidad engrilletada

Sentía que el cuchillo que tenía entre sus manos pesaba más allá de un manojo de hierro. Sobre él había una vida entera buscando su camino. Buscando aquella salida que necesitaba tomar. Las gotas de sangre se deslizaban por el filo a la vez que sus mejillas se empapaban de gotas de agua salada que emanaban de sus cristalinos ojos. Una sonrisa que irrumpía en su rostro e invadía el cuerpo inherente del que hasta ahora había sido su marido. Ahora sólo estaba abatido en el mismo suelo que había presenciado disputas diarias entre ambos.


Los fríos grilletes acapararon la atención de sus muñecas. Los miró y recordó todos los momentos que habían sucedido hasta entonces. Recordó los golpes e insultos que había recibido del que le prometió bajar las estrellas a sus pies. Aquel cuchillo le devolvió la felicidad que anhelaba desde aquel “si quiero” en el altar.

sábado, 22 de marzo de 2014

Inocencia perpetua

Inocencia: (Del lat. innocentĭa). 1. f. Estado del alma limpia de culpa. 2. f. Exención de culpa en un delito o en una mala acción. 3. f. Candor, sencillez.

Es curioso como hay palabras que nos invaden en gran parte de nuestra vida. Y es curiosa la facilidad con las que perdemos. Y no creo que las personas perdamos la palabra inocencia en un acto fortuito y caprichoso del destino. Simplemente la escupimos haciendo un esfuerzo sobrehumano en deshacernos de ella de la manera más cruel posible. Y es que llega un momento de nuestra vida que dejamos la inocencia a un lado y, además, nos esforzamos en que ella no esté relacionada con nosotros, que no se cuele por ninguna rendija de nuestra mente. Es parte del aprendizaje, parte de la maduración y parte de nuestro propio ciclo vital. Es algo que, aunque queramos exagerar, tampoco podemos evitar. Pero también es un error de la naturaleza hacerlo.

Y de un día para otro abandonamos sin pena aquella mirada limpia y aquella sonrisa tierna para toparnos con una realidad que está muy lejos de nuestro alcance. Queremos llevar son soltura situaciones en las que ni nosotros mismos nos vemos reflejados.  Nos fijamos en aquella persona popular de nuestra clase que, para ti, es el más guay y es el más cool. Después te das cuenta que aquella persona que te parecía tan atractiva no era más que alguien que solo buscaba llamar la atención porque no sabía vivir con ella. Empezamos a tomar alcohol, a tener nuestras primeras aventuras sexuales y, sobretodo y que no falte, nos hacemos nuestro primer piercing. No sé si a vosotros os ha pasado pero, para mí, mi primera perforación fue un acto más de odio a mi inocencia. Obviando las razones que me llevaron a agujerear mi oreja, sé que no lo hice por estética. Igual que sé que ahora sigue estando ahí por ello. Por ello y porque es la autoconfirmación de uno de los días en los que perdí mi inocencia.

Pero… ¿Quién puede negar que la inocencia sea una de las cosas más bellas de nuestra existencia? Quien lo haga está en su derecho, pero también tengo el derecho de decir que llegará un momento en el que cambien su opinión respecto a ello.

Inocencia es un concepto tan complicado y tan sencillo a la vez. Basta con mirar una foto de un niño sonriendo. Y aún así no sabrás explicar lo que ello te produce. La inocencia es una noción tan grande que se nos escapa de las manos definirla sin dejar algún cabo sin atar. Creo que la inocencia va más allá de una sonrisa, de una risa contagiosa de bebé o de tener una mirada absolutamente limpia en todo aquello relacionado con el sexo. Creo que va más allá de tanta simpleza.
Una de las cosas que más me sorprenden de los niños es su competitividad. Y, a su vez, la falta de ella. Está claro que son competitivos. El ser humano lo es por su propia naturaleza, pero ellos tienen un gen que hace que esa competitividad extrema se convierta en un juego. Siempre van a querer más, ser los mejores y no tienen miedo a ello. No tienen miedo a fracasar ni a decepcionar… Ni a las posibles consecuencias de alcanzar las metas. No saben lo que es. Pero, a su vez, la competitividad se acaba en el momento en que el juego se acaba. ¿Iríamos nosotros a merendar con aquella persona que nos ha ganado y ha conseguido cumplir nuestro sueño? Lo haríamos, pero con rencor. Ellos no… Su inocencia se lo prohíbe. Y ante esto, lo que mejor lo explica son los partidos de fútbol de críos de 6 años. Son ellos los que levantan a su rival mientras sus padres discuten con el árbitro.



Otra de las muletas que lleva la inocencia a cuestas es la ausencia total de vergüenza. Pueden ser tímidos, pero tampoco conocer que es “tener vergüenza”. Hace poco, mientras estaba sentada en el suelo, había un niño a unos metros que se acercó al verme y me enseñó unos cromos preguntándome “¿Quieres ver mis Invizimals?”. No pude negarme. Fue la inocencia la que me cautivó. Ella y su desparpajo al venir sin conocerme de nada para introducir una conversación que, para él, sería la más interesante del día. Ahora, a mi edad, no podría ir a alguien y preguntarle “¿Quieres ser mi amigo?”. Me da lástima pensar que hace un tiempo si lo supe y lo pude hacer.

También mencionar la generosidad. Inocencia es sinónimo de ausencia de avaricia. Y no solo ausencia, sino también la incomprensión hacia ésta. Estoy convencida de que no pueden llegar a entender, aunque nosotros tampoco, por qué hay gente que actúa de manera egoísta hasta el punto de absorber su propia vida. Ellos que comparten incluso el último caramelo de la bolsa que han comprado hace un instante. Ellos que te prestan todo aquello que tienen a cambio de un abrazo. Ellos que comparten lo que les hace especiales. La inocencia.


Al principio del post he comentado que llega un punto en el que dejamos la inocencia a un lado. Y no quise decir que la abandonamos. La dejamos para poder recuperarla en aquel momento en el que la necesitamos. Si no sabéis recuperarla, mirar los ojos de un ser inocente. Rodearos de personitas de 3 años. Tiraros al suelo y jugar con ellos. En ese instante se difumina la nube negra de problemas para dejar paso a la luz de la inocencia. Porque si, la necesitamos. Es absolutamente imprescindible para poder ser feliz. Aunque sea por un instante.

martes, 4 de marzo de 2014

Siempre oigo a gente decir que no podrían vivir si se murieran sus padres. Y tienen razón. No se puede. No con esa misma alma. No puedes seguir viviendo con la misma alma cuando una parte de ella se ha ido lejos. Tan tan lejos que sabes que nunca volverá. Y es entonces cuando te mueres. Lo haces para volver a nacer, sin saberlo, con tu padre muerto dentro de tu alma. Es tu suspiro desesperado el que se junta con el alma de tu progenitor para entrelazarse y construir un nuevo ser. Mismo aspecto físico, una mente y un corazón totalmente diferente.

En mi caso no fue un suspiro. Fueron un millón de ellos. Un aprendizaje durante años. No me preguntéis cuantos, decidí dejar de contarlos cuando sobrepasaron los 20. Es triste hacerlo, pero fue un número tan redondo y tan bonito que decidí dejar de contar más allá de él. Nunca podré llegar a soportar seguir contando sabiendo que ese dato seguiría aumentando sin descanso, intentando perseguir a los años que hace que yo revoleteo por el mundo. Y es que con dos años no supe suspirar. No supe dejar matar mi alma para volver a hacerla nacer. Ni supe, ni pude hacerlo. Ni siquiera pude saber que era la vida, que era la muerte ni que era tener un padre. Y aprendí a base de llantos, de gritos ahogados, desesperados… Aprendí cerrando los ojos cada vez que la tristeza y la impotencia aparecían por la puerta de mi habitación. Después de 20 años pensando en ti cada día solo he aprendido que seguiré pensando otro día más en ti. Sin descansar ni aburrirme de hacerlo.

He perdido a gente en mi vida, pero no hay comparación que pueda servir. Y menos cuando es algo inesperado. Menos cuando es un accidente de tráfico y no es tu padre quien conduce. Y mucho menos cuando los que viajan con él sobreviven. Siempre suelo encontrar el por qué de las cosas. Después de más de 20 años todavía no he encontrado un “Por qué él” que me convenciera. Nunca llegué, ni llegaré, a entenderlo. Y ahora tengo claro que tengo la muerte de mi padre más que aceptada. Aceptada porque por mucho que luches contra el mundo y te rebeles contra todo aquél que se encuentre a tu alrededor, que lo he hecho, el hecho que te hizo morir y renacer no va a cambiar. Ni siquiera vas a poder volver atrás. Pero también tengo claro que no lo tengo superado. Si lo tuviera no pensaría en ti, ni llevaría uno de tus anillos encima… y mucho menos me querría tatuar tu nombre. Tatuarse es una locura. Y superar la muerte de tu padre, es otra más grande aun si cabe.

Hace unos días, hablando con alguien que conoce demasiado poco de mí, me dijo que por lo menos yo no echaba de menos a mi padre, puesto que no lo conozco. No le reproché la frase porque sé que sería lo lógico y normal. Pero lo que más molesta es que en mi caso, esa racionalidad, no se cumple. Alguien que no conozco, que ni siquiera recuerdo más de dos imágenes suyas… Y aún así es la persona que más quiero y más echo de menos. A veces el cuerpo es curiosamente cruel. Es absurdo intentar ser la hija perfecta de alguien que no existe. Te pones unas metas tan altas, que siempre serás la hija imperfecta.

La mayoría de momentos de mi vida pienso que es mejor así. Por mucho que haya tenido que aprender a vivir sin padre, no he tenido la necesidad de apartar de mi mente su voz, su risa o sus gestos. Es más fácil idealizarlo. Pero en momentos como estos, egoístamente, me hubiera encantado tener que olvidarme de todo aquello. Egoístamente me encantaría haber luchado contra el destino que él tenía.

No me acuerdo cómo, cuándo ni dónde, pero eres mi pequeño héroe. Ese que me ayuda a superarme y a levantarme cuando estoy hundida. Y es curiosa la forma en la que te convertiste en mi Rey. En mi protector. En mi ángel de la guarda. Es curiosa la forma en la que me acompañas cada día y a cada momento. Sin abandonarme jamás.

El destino hizo que te reunieras entre nubes demasiado pronto. Pero no se dio cuenta que creó el mejor Dios que podría tocarme.




domingo, 23 de febrero de 2014

¿Humanos racionales?

Habitualmente no escribo en el blog para desahogarme o, por lo menos, no me desahogo de una manera directa. Hay veces que hay toque biográficos en los relatos, por mínimos que sean. Pero hoy necesito hablar de una experiencia personal que me ha marcado demasiado. Y eso que acaba de sucederme. Para ello, primero os tengo que poner en antecedentes.

Desde hace unos años me rondaba por la cabeza la idea de ser voluntariado de una de las protectoras de mi ciudad, pero muchos prejuicios y muchos "Es que si vas, tu perra enfermará por lo que puedas coger tu y, aunque tu no lo desarrolles, lo pasarás a ella". Mentira. Bueno, mentira siempre que tu perro esté vacunado. Y la mía lo está. (Eso y que se relaciona con perros no vacunados y sin demasiada higiene desde que era bebé). A lo que iba. Hace más de medio año me encontré con unas voluntarias de una protectora y decidí que era la excusa perfecta para ir. Y así lo hice. Desde entonces, cada domingo que puedo estoy allí ayudando o, simplemente, sacando a pasear a los perros. Contra más pesen y más tiren, más me gusta el reto.

Esta mañana, después de unas semanas sin ir, me he despertado pronto, me he puesto "la ropa de trabajo" y me he dirigido allí. Lo primero que he hecho al llegar ha sido coger a Oliver y Sweet y llevármelos de paseo. Él estaba desesperado por salir, casi tira la puerta abajo, y ella es su madre. No saben ir solos. Todo iba sobre lo previsto, hasta que al volver nos han comunicado que acababan de encontrar a un perro cerca de allí. Al ver el follón que había, he decidido ir yo, junto con otra compañera a ver si podíamos cogerlo. Y lo que he visto al llegar ha sido la crueldad humana en su máxima expresión. En estos meses me he encontrado perros abandonados, perros cuyo dueño los dejaba en la puerta, cachorros que llevaban días a temperaturas bajo cero... Pero nunca eso.

Dentro de una caseta se encontraba un perro, o lo que quedaba de él, arrinconado en una de las esquinas. Le hemos dado una lata de comida y la hemos apartado un poco para que saliera el solo de allí. La ha cogido entera de un bocado. Ha tardado segundos en devorarlo. Al sacarle y cogerle en brazos hemos visto lo que nunca tendría que soportar un ser vivo. Ojos llenos de conjuntivitis y barro adheridos a ellos, su olor era olor a rancio... o incluso a muerte y descomposición. Y lo peor incluso, la columna vertebral le sobresalía completamente. ¿Habéis visto alguna vez al típico (desgraciadamente) galgo desnutrido, que se le arquea la columna? Este perrito no la tenía arqueada... era lo siguiente a ello. Tan mal estaba que casi se le juntaban las patas traseras con las delanteras. Al llegar al refugio se ha comido en apenas dos minutos media lata de comida de las gigantes. Y todo esto sin dejar de temblar. Ni de agachar la cabeza cuando veía una mano. Ni de dirigirse a algún escondite cuando le dejabas en el suelo. Llevaría semanas sin comer.

¿Hasta ese punto puede llegar la crueldad humana? Luego se dice que las personas somos animales racionales, con inteligencia. Lo que yo he visto esta mañana era de todo menos racional. Era brutalidad. Era la actuación de un hijo de puta hacia el mejor animal que se puede tener. Porque, a pesar de lo que ha debido pasar el perro, se aferraba a ti con las cuatro patas cada vez que le cogías en brazos. Y hasta ha llegado a dormirse, sin dejar de temblar, en los brazos de mi compañera. Buscándonos las manos cuando dejábamos de acariciarle.

Soy una persona que le cuesta llorar. Y mucho más reconocer que lo hace. Y muchísimo más hacerlo en público. Hoy no he podido evitarlo al mirarle a los ojos a esa preciosidad de perro y a los ojos de mi compañera.

Ojalá la ley fuera más dura. Ojalá no se permitiera que un ser humano arrasara con la vida de otro ser. Y más si éste último es pura nobleza.