Hace relativamente poco, por circunstancias de la vida, tuve
que hacer una redacción sobre la esperanza. En ese momento solo vi
consecuencias positivas al hecho de vivir con aquella magnífica palabra. A día
de hoy, puedo decir que solo le veo consecuencias negativas al dichoso término.
Mejor dicho, solo veo reacciones adversas a la esperanza incontrolada que cada
uno de nosotros tenemos en algún momento de nuestro bagaje en lo que
denominamos mundo.
Mentiría si dijera que no se tiene que tener esperanza. En
ese caso nos sumergiríamos en un halo de tristeza, negativismo y derrotismo.
Con convertiríamos en meras marionetas grises caminando entre niebla y contaminación.
Ni una sonrisa, ni un guiño, ni un saludo de un desconocido de esos que te
alegran el día. Ni siquiera una risa de aquél bebé que te cruzas cuando subes
en el autobús y al que empiezas a hacer tonterías. Sin esperanza no habría ni
una pizca de aquellos pequeños gestos que hacen que los niveles de nuestra
felicidad aumenten hasta traspasar el límite de lo establecido para estos
casos.
Pero, ¿Realmente la esperanza es tan buena como nos quieren
hacer creer? Es cierto que trae nos crea la ilusión necesaria para poder seguir
adelante, continuar nuestro camino y alcanzar las metas que teníamos en mente.
Pero hay momentos que van más allá de eso. Instantes o caminos que se llenan de
esperanza sin dejarnos ver más allá de aquel foco de luz clamoroso que nos
grita sin detenerse. Una luz que no nos deja ni escuchar ni ver la verdad de
aquello. La esperanza nos da la ilusión, pero también nos da la desilusión.
Hay veces que, sabiendo que es imposible el camino que se
quiere encetar, la esperanza lo convierte en improbable. Y aquí está el
problema. Aquí es cuando la esperanza se convierte en un ser propio que solo
quiere ver la parte positiva de aquello que, muy dentro de ti, sabes que no
está. Descartas las opciones viables y te dejas guiar por eso que quieres creer
que va a suceder. Te dejas guiar por aquel GPS que comúnmente llamamos
esperanza. Y al final, tarde o temprano, llega un día en el que te encuentras
que el castillo de cuento que tenías imaginado no existe. Recapacitas y chocas
con la realidad que tu destino te tenía marcado. Te empotras con una pared
invisible, colocada especialmente para ti, para desilusionarte de algo que solo
se había materializado en tu mente. Y aparece la desilusión… pero jamás
desaparece la esperanza. Esa siempre estará allí acompañándote para crear un
mundo ideal irreal.
Personalmente, me toca la vena sensible (La poca que tengo)
cuando esa esperanza se materializa en una persona importante para ti. O que tu
crees que es importante. Cuando empiezas a ver que aquella relación, amistosa o
familiar, empieza a hacer aguas y comienza a desintegrarse sin saber muy bien
dónde está la fuga, aparece nuestra amiga esperanza. Aparece en forma de chicle
en medio de una acera concurrida de gente. Y elije tu zapato para adherirse a
él. Un chicle que ha sido masticado durante un par de minutos y lanzado al
suelo debido a la prisa de cualquier ciudadano. Un chicle casi intacto que se
pega con fuerza a tu calzado y va dejando huella en las baldosas pisadas. Es
fuerte y flexible. La fuerza se la das tú, la flexibilidad se la da él. Y
cuando piensas que la firmeza ganará la partida a la flexibilidad, aparece de
nuevo para volverse a pegar y despegarse del suelo. Y esa es la esperanza.
Aquello que te devuelve a la tierra, al sufrimiento de un camino o una relación
que quieres acabar pero no puedes. No puedes porque tu amiga esperanza lo evita
a toda costa. Y cuanto más recorres, más flexible se vuelve tu acompañante de
zapato. Y aquí es cuando tiramos balones fuera, cuando decidimos que la
culpable de todos los males es la esperanza, es la flexibilidad… O es aquella
relación imposible materializada en chicle.
Y no nos damos cuenta que nosotros somos los dueños de la
situación, que somos los culpables de lo sucedido. Que podríamos haber parado
tiempo atrás aquello. ¿Cómo? Os preguntaréis. Quitaros el zapato y arrancar el
chicle de cuajo. Sin dejaros ni una migaja. Las migajas harán recuperar la
amistad prohibida. Cortar la amistad, por muy duro que sea, para sufrir esa
dureza por una última vez más.
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