lunes, 10 de febrero de 2014

Sufrimiento esperanzado

Hace relativamente poco, por circunstancias de la vida, tuve que hacer una redacción sobre la esperanza. En ese momento solo vi consecuencias positivas al hecho de vivir con aquella magnífica palabra. A día de hoy, puedo decir que solo le veo consecuencias negativas al dichoso término. Mejor dicho, solo veo reacciones adversas a la esperanza incontrolada que cada uno de nosotros tenemos en algún momento de nuestro bagaje en lo que denominamos mundo.

Mentiría si dijera que no se tiene que tener esperanza. En ese caso nos sumergiríamos en un halo de tristeza, negativismo y derrotismo. Con convertiríamos en meras marionetas grises caminando entre niebla y contaminación. Ni una sonrisa, ni un guiño, ni un saludo de un desconocido de esos que te alegran el día. Ni siquiera una risa de aquél bebé que te cruzas cuando subes en el autobús y al que empiezas a hacer tonterías. Sin esperanza no habría ni una pizca de aquellos pequeños gestos que hacen que los niveles de nuestra felicidad aumenten hasta traspasar el límite de lo establecido para estos casos.

Pero, ¿Realmente la esperanza es tan buena como nos quieren hacer creer? Es cierto que trae nos crea la ilusión necesaria para poder seguir adelante, continuar nuestro camino y alcanzar las metas que teníamos en mente. Pero hay momentos que van más allá de eso. Instantes o caminos que se llenan de esperanza sin dejarnos ver más allá de aquel foco de luz clamoroso que nos grita sin detenerse. Una luz que no nos deja ni escuchar ni ver la verdad de aquello. La esperanza nos da la ilusión, pero también nos da la desilusión.

Hay veces que, sabiendo que es imposible el camino que se quiere encetar, la esperanza lo convierte en improbable. Y aquí está el problema. Aquí es cuando la esperanza se convierte en un ser propio que solo quiere ver la parte positiva de aquello que, muy dentro de ti, sabes que no está. Descartas las opciones viables y te dejas guiar por eso que quieres creer que va a suceder. Te dejas guiar por aquel GPS que comúnmente llamamos esperanza. Y al final, tarde o temprano, llega un día en el que te encuentras que el castillo de cuento que tenías imaginado no existe. Recapacitas y chocas con la realidad que tu destino te tenía marcado. Te empotras con una pared invisible, colocada especialmente para ti, para desilusionarte de algo que solo se había materializado en tu mente. Y aparece la desilusión… pero jamás desaparece la esperanza. Esa siempre estará allí acompañándote para crear un mundo ideal irreal.

Personalmente, me toca la vena sensible (La poca que tengo) cuando esa esperanza se materializa en una persona importante para ti. O que tu crees que es importante. Cuando empiezas a ver que aquella relación, amistosa o familiar, empieza a hacer aguas y comienza a desintegrarse sin saber muy bien dónde está la fuga, aparece nuestra amiga esperanza. Aparece en forma de chicle en medio de una acera concurrida de gente. Y elije tu zapato para adherirse a él. Un chicle que ha sido masticado durante un par de minutos y lanzado al suelo debido a la prisa de cualquier ciudadano. Un chicle casi intacto que se pega con fuerza a tu calzado y va dejando huella en las baldosas pisadas. Es fuerte y flexible. La fuerza se la das tú, la flexibilidad se la da él. Y cuando piensas que la firmeza ganará la partida a la flexibilidad, aparece de nuevo para volverse a pegar y despegarse del suelo. Y esa es la esperanza. Aquello que te devuelve a la tierra, al sufrimiento de un camino o una relación que quieres acabar pero no puedes. No puedes porque tu amiga esperanza lo evita a toda costa. Y cuanto más recorres, más flexible se vuelve tu acompañante de zapato. Y aquí es cuando tiramos balones fuera, cuando decidimos que la culpable de todos los males es la esperanza, es la flexibilidad… O es aquella relación imposible materializada en chicle.


Y no nos damos cuenta que nosotros somos los dueños de la situación, que somos los culpables de lo sucedido. Que podríamos haber parado tiempo atrás aquello. ¿Cómo? Os preguntaréis. Quitaros el zapato y arrancar el chicle de cuajo. Sin dejaros ni una migaja. Las migajas harán recuperar la amistad prohibida. Cortar la amistad, por muy duro que sea, para sufrir esa dureza por una última vez más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario