martes, 4 de marzo de 2014

Siempre oigo a gente decir que no podrían vivir si se murieran sus padres. Y tienen razón. No se puede. No con esa misma alma. No puedes seguir viviendo con la misma alma cuando una parte de ella se ha ido lejos. Tan tan lejos que sabes que nunca volverá. Y es entonces cuando te mueres. Lo haces para volver a nacer, sin saberlo, con tu padre muerto dentro de tu alma. Es tu suspiro desesperado el que se junta con el alma de tu progenitor para entrelazarse y construir un nuevo ser. Mismo aspecto físico, una mente y un corazón totalmente diferente.

En mi caso no fue un suspiro. Fueron un millón de ellos. Un aprendizaje durante años. No me preguntéis cuantos, decidí dejar de contarlos cuando sobrepasaron los 20. Es triste hacerlo, pero fue un número tan redondo y tan bonito que decidí dejar de contar más allá de él. Nunca podré llegar a soportar seguir contando sabiendo que ese dato seguiría aumentando sin descanso, intentando perseguir a los años que hace que yo revoleteo por el mundo. Y es que con dos años no supe suspirar. No supe dejar matar mi alma para volver a hacerla nacer. Ni supe, ni pude hacerlo. Ni siquiera pude saber que era la vida, que era la muerte ni que era tener un padre. Y aprendí a base de llantos, de gritos ahogados, desesperados… Aprendí cerrando los ojos cada vez que la tristeza y la impotencia aparecían por la puerta de mi habitación. Después de 20 años pensando en ti cada día solo he aprendido que seguiré pensando otro día más en ti. Sin descansar ni aburrirme de hacerlo.

He perdido a gente en mi vida, pero no hay comparación que pueda servir. Y menos cuando es algo inesperado. Menos cuando es un accidente de tráfico y no es tu padre quien conduce. Y mucho menos cuando los que viajan con él sobreviven. Siempre suelo encontrar el por qué de las cosas. Después de más de 20 años todavía no he encontrado un “Por qué él” que me convenciera. Nunca llegué, ni llegaré, a entenderlo. Y ahora tengo claro que tengo la muerte de mi padre más que aceptada. Aceptada porque por mucho que luches contra el mundo y te rebeles contra todo aquél que se encuentre a tu alrededor, que lo he hecho, el hecho que te hizo morir y renacer no va a cambiar. Ni siquiera vas a poder volver atrás. Pero también tengo claro que no lo tengo superado. Si lo tuviera no pensaría en ti, ni llevaría uno de tus anillos encima… y mucho menos me querría tatuar tu nombre. Tatuarse es una locura. Y superar la muerte de tu padre, es otra más grande aun si cabe.

Hace unos días, hablando con alguien que conoce demasiado poco de mí, me dijo que por lo menos yo no echaba de menos a mi padre, puesto que no lo conozco. No le reproché la frase porque sé que sería lo lógico y normal. Pero lo que más molesta es que en mi caso, esa racionalidad, no se cumple. Alguien que no conozco, que ni siquiera recuerdo más de dos imágenes suyas… Y aún así es la persona que más quiero y más echo de menos. A veces el cuerpo es curiosamente cruel. Es absurdo intentar ser la hija perfecta de alguien que no existe. Te pones unas metas tan altas, que siempre serás la hija imperfecta.

La mayoría de momentos de mi vida pienso que es mejor así. Por mucho que haya tenido que aprender a vivir sin padre, no he tenido la necesidad de apartar de mi mente su voz, su risa o sus gestos. Es más fácil idealizarlo. Pero en momentos como estos, egoístamente, me hubiera encantado tener que olvidarme de todo aquello. Egoístamente me encantaría haber luchado contra el destino que él tenía.

No me acuerdo cómo, cuándo ni dónde, pero eres mi pequeño héroe. Ese que me ayuda a superarme y a levantarme cuando estoy hundida. Y es curiosa la forma en la que te convertiste en mi Rey. En mi protector. En mi ángel de la guarda. Es curiosa la forma en la que me acompañas cada día y a cada momento. Sin abandonarme jamás.

El destino hizo que te reunieras entre nubes demasiado pronto. Pero no se dio cuenta que creó el mejor Dios que podría tocarme.




1 comentario: