Siempre oigo a gente decir que no
podrían vivir si se murieran sus padres. Y tienen razón. No se puede. No con
esa misma alma. No puedes seguir viviendo con la misma alma cuando una parte de
ella se ha ido lejos. Tan tan lejos que sabes que nunca volverá. Y es entonces
cuando te mueres. Lo haces para volver a nacer, sin saberlo, con tu padre
muerto dentro de tu alma. Es tu suspiro desesperado el que se junta con el alma
de tu progenitor para entrelazarse y construir un nuevo ser. Mismo aspecto
físico, una mente y un corazón totalmente diferente.
En mi caso no fue un suspiro.
Fueron un millón de ellos. Un aprendizaje durante años. No me preguntéis
cuantos, decidí dejar de contarlos cuando sobrepasaron los 20. Es triste hacerlo,
pero fue un número tan redondo y tan bonito que decidí dejar de contar más allá
de él. Nunca podré llegar a soportar seguir contando sabiendo que ese dato
seguiría aumentando sin descanso, intentando perseguir a los años que hace que
yo revoleteo por el mundo. Y es que con dos años no supe suspirar. No supe dejar
matar mi alma para volver a hacerla nacer. Ni supe, ni pude hacerlo. Ni
siquiera pude saber que era la vida, que era la muerte ni que era tener un
padre. Y aprendí a base de llantos, de gritos ahogados, desesperados… Aprendí
cerrando los ojos cada vez que la tristeza y la impotencia aparecían por la
puerta de mi habitación. Después de 20 años pensando en ti cada día solo he
aprendido que seguiré pensando otro día más en ti. Sin descansar ni aburrirme
de hacerlo.
He perdido a gente en mi vida,
pero no hay comparación que pueda servir. Y menos cuando es algo inesperado.
Menos cuando es un accidente de tráfico y no es tu padre quien conduce. Y mucho
menos cuando los que viajan con él sobreviven. Siempre suelo encontrar el por
qué de las cosas. Después de más de 20 años todavía no he encontrado un “Por qué él” que me convenciera. Nunca
llegué, ni llegaré, a entenderlo. Y ahora tengo claro que tengo la muerte de mi
padre más que aceptada. Aceptada porque por mucho que luches contra el mundo y
te rebeles contra todo aquél que se encuentre a tu alrededor, que lo he hecho,
el hecho que te hizo morir y renacer no va a cambiar. Ni siquiera vas a poder
volver atrás. Pero también tengo claro que no lo tengo superado. Si lo tuviera
no pensaría en ti, ni llevaría uno de tus anillos encima… y mucho menos me
querría tatuar tu nombre. Tatuarse es una locura. Y superar la muerte de tu
padre, es otra más grande aun si cabe.
Hace unos días, hablando con
alguien que conoce demasiado poco de mí, me dijo que por lo menos yo no echaba
de menos a mi padre, puesto que no lo conozco. No le reproché la frase porque
sé que sería lo lógico y normal. Pero lo que más molesta es que en mi caso, esa
racionalidad, no se cumple. Alguien que no conozco, que ni siquiera recuerdo
más de dos imágenes suyas… Y aún así es la persona que más quiero y más echo de
menos. A veces el cuerpo es curiosamente cruel. Es absurdo intentar ser la hija
perfecta de alguien que no existe. Te pones unas metas tan altas, que siempre
serás la hija imperfecta.
La mayoría de momentos de mi vida
pienso que es mejor así. Por mucho que haya tenido que aprender a vivir sin
padre, no he tenido la necesidad de apartar de mi mente su voz, su risa o sus
gestos. Es más fácil idealizarlo. Pero en momentos como estos, egoístamente, me
hubiera encantado tener que olvidarme de todo aquello. Egoístamente me
encantaría haber luchado contra el destino que él tenía.
No me acuerdo cómo, cuándo ni
dónde, pero eres mi pequeño héroe. Ese que me ayuda a superarme y a levantarme
cuando estoy hundida. Y es curiosa la forma en la que te convertiste en mi Rey.
En mi protector. En mi ángel de la guarda. Es curiosa la forma en la que me
acompañas cada día y a cada momento. Sin abandonarme jamás.
El destino hizo que te reunieras
entre nubes demasiado pronto. Pero no se dio cuenta que creó el mejor Dios que
podría tocarme.
No hay más que decir, solo lágrimas en los ojos
ResponderEliminar