jueves, 16 de enero de 2014

Retales del ayer

Un centenar de personas miraban impacientes a que su profesor diera por finalizadas sus clases y, con ello, el permiso para poder levantarse e irse a comer. Se había hecho tarde y los alumnos iban recogiendo sus apuntes para así intentar presionar a aquel viejo catedrático que les estaba explicando batallitas de cuando él era joven. Pero no fue hasta que escucho un suspiro de desesperación cuando decidió mirar su reloj y ver que pasaban 20 minutos de más.

Ya con el profesor fuera del aula, Clara recogía sus bolígrafos mientras le contaba a Raquel lo que le había sucedido la noche anterior. Al girarse vio que su compañera había desaparecido y que se encontraba hablando sola.

- Pero… ¿y esta?- Dijo mientras giraba sobre si misma para intentar buscarla. Y la encontró. Su cabeza sobresalía al final del aula mientras con su brazo alzado intentaba llamar su atención pero lo único que recibía era miradas contradictorias por parte de sus compañeros.
- ¡Clara, Clara! – Gritó sin importarle nada ni nadie.

Negó con la cabeza. En poco tiempo Raquel se había convertido en alguien importante en su círculo de amigos pero, a su vez, había veces que la mataría. Estaba acostumbrada a pasar desapercibida en la vida pero si había una cosa que no podías pedir a Raquel era discreción. Lentamente se dirigió al fondo de la clase mientras su amiga la miraba con cara de impaciencia con un bolígrafo en la mano. A Raquel apenas le había dado tiempo a recoger nada y había decidido dejar todas sus cosas en el suelo, entre ellas los apuntes del día, que se encontraban sin orden en el suelo.

- ¿Se puede saber por qué me dejas hablando sola y montas todo este tinglado? Que parece que ha pasado una manada de elefantes.
- Que manada ni que leches, si lo he dejado ordenado y todo.- Si, otra de las virtudes de Raquel, todo tenía un orden, su orden.- Pero no me distraigas. ¿Has visto esto? – Dijo señalando un papel colgado en el corcho de clase.
- Yo lo he visto y tú lo has visto. Esta lista para la fiesta de esta noche lleva colgada casi una semana.
- ¿Sí?
- Si ayer me dijiste que no querías ir. Espera, ¿quién va para que cambies de opinión? – Dijo acercándose a la lista y repasando uno a uno los nombres intentando poner cara a cada uno de ellos.
- Que retorcida eres.
- ¿Juan? Hoy has estado pendiente de él toda la mañana- Dijo sin escuchar a su amiga.
- Solo que tenemos que relacionarnos y esta es una buena oportunidad.- Decía intentando sonar convincente mientras Clara se giraba con la ceja alzada.
- ¿Tenemos? Bonita, yo tengo que estudiar. – Dijo mientras salía de clase dando por finalizada la conversación.
- ¡Pero si sólo llevamos un mes de clase! Los exámenes son en… ¿Clara? – La llamó al ver que nadie estaba a su lado y su amiga se encontraba ya al borde de las escaleras dirigiéndose a la salida del edificio.- ¡Clara, ven aquí inmediatamente, cabrona!


Mientras, Clara soltaba una carcajada mirando como Raquel intentaba recoger todo lo que había dejado por el suelo atropelladamente mientras seguía insultándola de manera cariñosa. Raro era el día que no pasara.

Se encontraba sentada en el sofá rodeada de folios intentando poner orden sin llegar a conseguirlo. En la mesa reinaba una taza de café humeante. Le encantaba su olor, la sensación de tener una taza caliente entre unas manos frías, el gusto de aquel líquido corriendo por su garganta. Con su boca jugueteaba con el capuchón de aquel bolígrafo que le habían regalado sus padres antes de irse a vivir a la ciudad. De fondo se oía una mezcla de jazz y blues que utilizaba cuando quería relajarse. En su mente una mezcla de ideas que no sabía como encajar. Había empezado a estudiar lo que más le gustaba pero, una vez empezado el curso, dudaba que fuera lo que realmente quería. A ello se le unía su salida del nido. Había pasado de vivir con sus padres a estar sola en una especie de loft en un ático del centro, de tener siempre un apoyo a tener que buscarse la vida, de ser la niña mimada a tener que mimarse ella sola, de tener a sus amigos al lado a no tenerlos casi nunca. Demasiados cambios en demasiado poco tiempo. Clara sabía que podía con todo, que sus problemas desaparecerían costase lo que costase. Ella no se podía permitir fracasar.

Justo en ese momento escuchó el timbre de la puerta. Levantó la vista hacia el reloj colgado en la pared y, con gesto contrariado se levantó para abrir. Eran casi las 9 de la noche de un jueves, una hora extraña para que alguien se presentara en casa. Al mirar por la mirilla en su cara se dibujó una media sonrisa. Abrió la puerta sin saludar y se dirigió de nuevo camino al sofá.

- Oye, tú ni saludes.- Dijo Raquel asomando la cabeza por la entrada del salón.
- Hola Raquel, ¿Qué tal estás? ¿Qué haces a estas horas aquí?
- A mi no me vaciles, niña. Y corre, que vamos a llegar tarde.

Levantó la vista y se encontró a Raquel en medio del salón vestida con un pantalón tejano oscuro ajustado con unas botas altas de tacón por encima, una camiseta  blanca con detalles negros y una chaqueta de cuero en la mano. Su ropa, su peinado y su maquillaje le decían que le acababa de meter en un lío sin ella quererlo.

- ¿Qué se supone que haces vestida así?
- Quedamos esta mañana en ir a la fiesta de clase, lo que no sé que haces en pijama todavía.
- No quedamos en nada, Raquel.
- ¿No? – Con una sonrisa dudosa- Pues nada, quedamos ahora en ir, que no puedo volver así a casa, bastante me ha costado convencer a mi madre.

Y ahí se acabó la conversación. Raquel tiraba de Clara para llevarla a rastras hacia la ducha. Una vez en la puerta del baño Raquel decidió que, mientras su amiga se duchaba, ella investigaría entre la inmensidad de su armario el look que llevaría Clara esa noche.

En apenas media hora ambas se encontraban en el coche de Raquel mientras Clara seguía quejándose de la idea de su amiga. Sin que ella se lo esperase, Raquel decidió dar un frenazo haciendo que Clara diera gracias al cinturón. Por un segundo se había visto estampada contra el cristal delantero.

- Clara, no jodas eh, que mucho que quejas pero te podías haber quedado en casa. – Sabía que había aparecido sin decir nada pero si realmente Clara no hubiera querido, no hubiera ido.
- Perdón. – Dijo acercándose para darle un beso en la mejilla.- Ahora, a por esa fiesta.

La noche pasaba sin ningún tipo de problema. Muy al contrario de lo podía parecer en un principio, Clara se encontraba bailando con un chico que, a pesar de conocerlo de vista, no sabía ni como se llamaba; mientras tanto, Raquel estaba apoyada en la barra del bar con una copa en mano y con la mirada fija en una pareja que se encontraba sentada en uno de los sofás del local. Su noche ideal había cambiado en cuanto había dirigido su mirada a ese sofá y solo era capaz de mirar en esa dirección mientras bebía de la copa que tenía en su mano, sin tener en cuenta cuantas había ingerido ya. Clara, al darse cuenta, decidió abandonar a su acompañante e ir hasta la barra para apoyarse en ella mirando alternativamente a su amiga y al lugar donde se dirigía su mirada.

- Ey, mírame.- Mientras le giraba la cara hacia ella.- ¿Cuántas copas llevas?
- Ni lo sé, ni me apetece saberlo.- Agachó su cabeza mientras unas lágrimas resbalaban por su rostro para morir en las manos de Clara que seguían sujetándole la cara.
- Anda, vamos fuera. Es tarde y tú no puedes seguir aquí machacándote.

En el coche, mientras Clara conducía, Raquel seguía con la mirada perdida. Habían avisado a los padres de esta última después de decidir que esa noche no iría a dormir a su casa. No estaba en condiciones para ir a su casa y Clara no quería que se quedara sola en la cama llorando.
Ya en casa, Raquel se dejó caer en el sofá y, aunque llorando, decidió contarle a Clara lo que le ocurría. Quizá era que el alcohol le hacía desinhibirse o que, simplemente, había encontrado el valor de contarle a alguien lo que le pasaba.


- No es por Juan. No me gusta Juan.- Mientras Clara se acercaba haciendo el mínimo ruido posible. Estaba segura que su mirada se dirigía a Juan pero quería que fuera ella quien se explicase.- En realidad esto no lo sabe nadie pero… Cuando empecé el instituto siempre me fijaba en aquella chica morena que se sentaba en primera fila. Por ese entonces creía que era porque era mona, porque me quería parecer a ella, porque simplemente era guapa. Un par de años después me encontré mirándola a escondidas, siguiéndola con la mirada o, sin darme apenas cuenta, pensando en ella mientras estaba en la cama. No me entendía ni yo pero aquella chica morena se había colado en mi demasiado, más que cualquier otra persona. La gente de mi clase tenía fotos de chicos en su carpeta y yo, por más que lo intentaba, no veía la gracia a aquella moda. No veía la gracia ni a aquella moda ni a aquel chico rubio por el que todas suspiraban.- Fue en ese instante cuando levantó la vista hacia Clara que la miraba con la boca abierta. Sabía por donde quería ir, no le importaba, pero tampoco se lo podía llegar a imaginar.- No me gusta Juan, la que me gusta es Alba.

martes, 14 de enero de 2014

Mi cielo oculto

Sus manos dudosas recorrían mi cuerpo sin saber muy bien dónde posarse, dónde tranquilizarse y recrearse en el placer del tacto. Mi cuerpo se mantenía inmóvil, tenso… con el único objetivo que el de buscar su boca para perderme entre los recovecos de ésta.

- Sé que tengo mi fama, pero yo no… nunca... – me dijo mientras el rojor se apoderaba de sus mejillas.
- También es mi primera vez.

Nos miramos y empezamos a reír a carcajadas, soltando así los nervios que nos invadían. Se dejó caer sobre mí, apoyando su rostro en mi hombro, buscando las fuerzas necesarias para que la seriedad volviese a esa cama.

- ¿Me dejas guiarte? –Le pregunté entrelazando nuestros dedos. Era la primera vez que me acostaba con alguien, pero siempre dicen que nadie se conoce mejor que uno mismo.

Acarició mi cuerpo con suavidad por el camino que mi propia mano iba construyendo. Sus ojos, al contrario que al principio, no se apartaban de los míos, haciendo que así pudiéramos crear una conversación sin emitir sonido alguno. Sus dedos empezaron a juguetear con uno de mis pezones mientras los míos hacían lo propio con el otro pecho. Suspiré mientras notaba que mi respiración se incrementaba a un ritmo vertiginoso. Decidí quedarme allí y dejar que fuese mi acompañante quién descubriese, sin ayuda, el placer de aquella nueva experiencia.

No supe evitar un gemido al notar su cuerpo mezclándose con el mío, con el sudor que éste desprendía. Incluso no supe evitar el intenso temblor que me producía ese momento.

- ¿Estás bien? – Dijo parándose en seco – Estás temblando.
- Sí – Dije rotundamente – No dejes de hacerme temblar.

Un pinchazo recorrió mi espalda, arqueándola, tensándola durante unos segundos. No pude controlarlo, al igual que no pude controlar el grito de placer que nació de mi garganta. Entreabrí los ojos y entonces lo supe.

- ¿No te habré hecho daño?

- Has hecho que suba al cielo entre tus brazos – Le contesté para, después, fundirme entre sus labios una vez más.

domingo, 12 de enero de 2014

La sonrisa perdida

El frío se internaba en mi cuerpo, colándose sin permiso en él, calándose en mis huesos para acabar siendo una capa invisible más de mi ser. Una protección autodestructiva que hacía meses que me acompañaba a cada paso que daba. Mi inseparable amiga viajera. El temblor de mis extremidades causaba mella en mí. 
Hacía días que lo tenía, pero había llegado el punto extremo. Sabía que ni podría aguantar  mucho tiempo más en aquel rincón de la ciudad, que debía buscar un pequeño cobijo. Sabía que el temblor era el anticipo del recorrido al más allá. Y sabía que no podría encontrar nada con las pocas monedas insignificantes que recaudaba diariamente.

Entreabrí mis ojos y vi como se acercaba a mí un hombre trajeado sujetando con firmeza un maletín color marrón y con un brillo que le daba un aire más importante del que ya tenía. Cruzamos las miradas y noté una conexión extraña entre los dos. Sus pupilas eran diferentes… Me gritaban algo que no podía llegar a entender. Pero continuó caminando hasta adentrarse en aquella cafetería que tanto envidiaba. Cerré los ojos esperando que, gracias a ello, mi pesadilla cesara, al menos, por unos minutos.


- ¿Me permite sentarme a su lado?

Parpadeé un par de veces para cerciorarme de quién era. Solo habían pasado unos minutos pero aquel hombre de traje y maletín se encontraba a mi lado, con un par de tazas humeantes y una bolsa colgando de su antebrazo. No le contesté, bastó un leve movimiento para otorgarle el permiso que ansiaba.
Mirando al frente noté como me ofrecía la bolsa que portaba y como una de las tazas llegaba hasta mis manos inundándolas de calor.

- ¿Sabe ese café de allí? Puede ir cada día. Tiene un chocolate y un bocadillo pagado cada 24h.- Dijo tras varios instantes en silencio.- No es mucho pero… En la bolsa hay también la tarjeta de un albergue. Allí dormirá cada noche en calor.

Giré con lentitud mi rostro hasta encontrarme con aquellos ojos que me trasladaban a otro lugar. Aquello que me contaba podría ser algo insignificante para él, pero para mí era algo muy difícil de superar.

- ¿Por qué yo? – Pregunté sin poder rechazar su mirada.

- Hace unos meses murió alguien especial para mí.- Comentó antes de tragar saliva. No entendí la relación de todo aquello.- Mi hermano tenía sus mismos ojos. La misma expresión que tiene usted en ellos. Es mi forma de transportarme a su mundo.

No pude evitar emocionarme. No pude evitar inundar de lágrimas mi cuerpo. No pude evitar ese escalofrío que recorría toda mi columna vertebral. Un calambre llamado amor que hacía mucho tiempo que no sentía.

- Gracias a usted por devolverme al mundo.

- Solo le pido una cosa a cambio.- Dijo mientras yo le observaba con impaciencia. Tenía miedo de saber sus intenciones.- Déjeme ver su mirada una vez a la semana.


De nuevo no contesté. Me limité a sonreír. Una sonrisa que pensaba que ya no existía.

viernes, 10 de enero de 2014

La Oscuridad palpable

Acariciaba con curiosidad el cuerpo de aquella desconocida mujer que tenía enfrente. No conseguía verla. La venda que tapaba mis ojos me impedía tener una imagen nítida de ella. Una imagen que fuera más allá de aquello que sentía a través del tacto de las yemas de mis dedos. Me escandalicé cuando, a los pocos instantes de sentir su cuerpo, noté sus huesos clavarse como astillas en mi piel. Sus caderas sobresalían de una forma asombrosa de su cuerpo. No podía imaginarme que nadie pudiera llegar a estar en semejantes condiciones. Mis manos subieron por su cuerpo hasta su rostro. Temblorosas, exploraron aquella zona sin poder detenerse mucho tiempo en investigar los recovecos que se podían encontrar en ella, recovecos de huesos recubiertos por una fina capa de piel. Di un paso hacia atrás atemorizada por lo que estaba tocando. No podía llegar a diferenciar si realmente lo que estaba examinando tenía vida o, por el contrario, me hallaba delante de un cadáver.

-              -  Muy bien Alba, puedes quitarte la venda de los ojos.

Poco a poco fui deshaciendo el nudo de aquella cinta negra. Mientras lo hacía, no pude evitar dar un par de pasos hacia atrás. Había accedido a hacer una actividad de la que nunca me dijeron muy bien de qué trataba y, en esos momentos, tenía miedo de ver aquella realidad que había palpado con mi cuerpo. La luz entraba en mis ojos de manera contundente, queriéndose hacer dueña de ellos. Parpadeé un par de veces para poder llegar a ver con claridad. Siempre me había afectado más de lo normal la luz solar y, como siempre pasaba, no pude evitar soltar un par de lágrimas debido a la batalla momentánea que había tenido lugar entre los rayos de luminosidad y mi propio cuerpo. Por fin tenía una visión nítida, pero no era capaz de levantar la vista de los cordones desatados de mis zapatillas.

-              -  Alba, levanta la cabeza. – Me ordenó aquella mujer en la que había depositado mi confianza para entrar en aquel centro de problemas alimenticios. – La chica que tienes delante se llama Olivia y tiene la misma estatura y peso que tú tienes actualmente.

Giré mi mirada rápidamente hacia mi doctora. Los datos que presentaba ante mi era atronadores, espeluznantes y, sobretodo, mortales. Su voz seguía sonando en aquella habitación de paredes blancas, pero mi mente vagaba entre la cordura y la locura. Intentaba asimilar aquello que acababa de escuchar, pretendía encajar aquellas piezas que, para mí, eran claramente de puzles diferentes, de escenas diferentes. Era prácticamente imposible que mi cuerpo, el que observaba cada mañana en el espejo, tuviera algo en relación con aquello que había palpado minutos antes. Mi cuerpo era una maraña de grasa y celulitis, no algo que se podía confundir con total facilidad con un cadáver del anatómico forense. Yo era una chica rellenita, con unos quilos de más. La mujer que tenía ante mis ojos era el ejemplo típico de anorexia.

Metía con rapidez la ropa en mi maleta. Quería salir de aquella clínica. No me gustaba que me compararan con algo que yo no era. Había aceptado ingresar el día que empecé a tener problemas cardíacos y siempre teniendo en cuenta la voluntad de mis padres. Jamás interné por voluntad propia. Y ahora, teniendo como compañía a aquel ser que, médicamente hablando, era igual que yo, sólo pensaba en marcharme. ¿Qué sabrían los médicos? Yo podía controlar mi cuerpo, mi mente, mi corazón… Incluso mi ingesta de alimentos.

Al cerrar mi equipaje eché un vistazo a mi fugaz compañera de habitación. Le habían conectado a una máquina para tener controlado su corazón. Aseguraban que aquel aparato sería mi próximo compañero de viaje. Qué equivocados estaban. Iba a cruzar la puerta cuando oí un pitido que se clavaba en mis tímpanos haciendo que se revolvieran los cimientos de mi existencia. El personal sanitario corría desesperadamente pidiéndome que me apartase, gritando cosas incoherentes que sólo ellos conocían. Gritos que se convertían en leves murmullos cuando llegaban a mis oídos. Murmullos que se convertían en preguntas. ¿Y si era verdad lo que hacía meses que me advertían? Si fuera así, yo podría acabar con los ojos en blanco, inmóvil, con mi último aliento en una cama de hospital. Podría acabar como estaba en esos precisos momentos Olivia. Sola, rodeada de personas, pero sola por cumplir el sueño de estar delgada. Sola. Ella y su delgadez.

Sentada en el suelo del pasillo, apoyando la espalda a la pared y con la mirada perdida, esperaba la noticia que tanto ansiaba en ese momento. Una respuesta que, en el fondo de mi ser, sabía que no iba a llegar. Había visto en sus ojos la mirada de la muerte. La misma que me perseguía a mí en el momento que decidí irme de allí. La misma que me venía acompañando desde aquel día que decidí dejar de lado todos aquellos alimentos que mi cuerpo necesitaba y mi mente quería borrar del mundo.

-                        - Olivia ha muerto. – Me dijo sin compasión una de las enfermeras.


-              - Quiero vivir. – Dije aún mirando a la nada.- Quiero quedarme aquí, seguir vuestras normas. Quiero seguir las leyes que marca mi cuerpo y olvidar aquellas que me dicta mi mente. – Levanté la vista para mirar fijamente a aquella mujer. – Déjame ayudaros como quería hacer Olivia conmigo.

viernes, 3 de enero de 2014

El miedo aliado

Miedo: 1. m. Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario.
               2. m. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.”


Muchas personas creen que el miedo es aquello que tienes que alejar de tu vida. Entrenar durante años y convertirte en el mejor lanzador de peso, el que gana competiciones y consigue la medalla de oro en los JJOO casi sin despeinarse. ¿De verdad es necesario alejarse del miedo?

Personalmente, no sólo creo que no sea necesario, sino que además es contraproducente. Estoy convencida que aquella pesa que dejas escapar de tus dedos, a mitad del vuelo y cuando tu ya estás de espaldas mirando un nuevo horizonte, se convierte en un boomerang. Un boomerang que vuelve y toca tu ser, retorciéndose entre tu piel, creando nuevos miedos arraigándose en todo aquello que puedes llegar a dar. Convirtiéndose así en la fuerza más poderosa del mundo. De tu propio universo. Un miedo que se muda de lugar para convertirse en la capa invisible que te rodea. Una tela invisible, negra, tupida… Indestructible.

El miedo tiene que ir de tu mano. O tú tienes que ir de la mano del miedo. Cogerlo cuando más te asusta. Hacerlo fuerte. Una de las maneras es aliarte con las lágrimas que éste provoca, las cuestiones de tu mente, las pocas ganas de vivir. Alíate y atrapa tu propio miedo con las manos, sin vacilar ni un solo instante. Es la única forma de vencerlo, dejándote ayudar por él. Necesitamos sentir la sensación de miedo para poder avanzar en la vida. No lo sueltes… En cuanto lo hagas te caerás, tropezarás en el mismo obstáculo que te pone día a día. Haz que sea el amigo que te ayuda a coger carrerilla para saltar la valla de metal que tienes en una carrera de 100 metros valla. Y cuando consigas acabar, sigue con él de la mano. Entonces será tu mejor aliado. Para siempre.


Siempre me he imaginado el miedo como aquel humo que se forma en la cocina el día que decides tirar la casa por la ventana y cocinar langostinos. Sólo se disuelve con un buen extractor, pero una vez disuelto tienes la recompensa de haber aguantado minutos de humo espeso rodeándote.  El extractor… esa fuerza que sacas para absorber a aquello que más temes. Aquel poder que tenemos todos en respirar nuestro propio miedo y transformarlo en un ave fénix. Un fénix que no eres más que tu mismo.