Nunca creí poder vivir una sensación de felicidad semejante
a la que podía palpar con todos los poros de mi piel en ese preciso instante.
Hacía tiempo que la sonrisa reinaba en mi cara, que mi vida se había convertido
en un palacio donde yo era la reina que cuidaba de todo aquello que le pudiese
afectar. Meses que habían sucedido uno tras otro hasta explosionar en llantos
de felicidad.
Su fino cabello resbalaba por mis dedos creando una magia
especial. El truco de magia perfecto que jamás nadie podría cambiar. Su cuerpo
reposaba en calma entre mis brazos y sus ojos marinos, temblorosos, buscaban
los míos con desesperación, anhelándolos. Cómo si eso fuera su única manera de
poder sobrevivir ante el resto del mundo. Una simple conexión ocular que sirvió
para conectar nuestras respiraciones, haciendo que caminaran al mismo compás. Aquellos
suaves suspiros eran la melodía perfecta. La melodía del resto de mi vida. La
canción que le acompañaría toda su vida. Una canción que había tardado nueve
meses en componerse.
Miré su delicado organismo hasta fijar mi vista en aquella
cinta atrapada en su insignificante muñeca. En ella, aquel nombre que siempre
tendría en mente. Por muchos años que pasasen, por muchos momentos buenos, por
muchas caídas en el infierno… Adrián seguiría siendo “Mi bebé de la conexión
ocular”.
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