sábado, 22 de marzo de 2014

Inocencia perpetua

Inocencia: (Del lat. innocentĭa). 1. f. Estado del alma limpia de culpa. 2. f. Exención de culpa en un delito o en una mala acción. 3. f. Candor, sencillez.

Es curioso como hay palabras que nos invaden en gran parte de nuestra vida. Y es curiosa la facilidad con las que perdemos. Y no creo que las personas perdamos la palabra inocencia en un acto fortuito y caprichoso del destino. Simplemente la escupimos haciendo un esfuerzo sobrehumano en deshacernos de ella de la manera más cruel posible. Y es que llega un momento de nuestra vida que dejamos la inocencia a un lado y, además, nos esforzamos en que ella no esté relacionada con nosotros, que no se cuele por ninguna rendija de nuestra mente. Es parte del aprendizaje, parte de la maduración y parte de nuestro propio ciclo vital. Es algo que, aunque queramos exagerar, tampoco podemos evitar. Pero también es un error de la naturaleza hacerlo.

Y de un día para otro abandonamos sin pena aquella mirada limpia y aquella sonrisa tierna para toparnos con una realidad que está muy lejos de nuestro alcance. Queremos llevar son soltura situaciones en las que ni nosotros mismos nos vemos reflejados.  Nos fijamos en aquella persona popular de nuestra clase que, para ti, es el más guay y es el más cool. Después te das cuenta que aquella persona que te parecía tan atractiva no era más que alguien que solo buscaba llamar la atención porque no sabía vivir con ella. Empezamos a tomar alcohol, a tener nuestras primeras aventuras sexuales y, sobretodo y que no falte, nos hacemos nuestro primer piercing. No sé si a vosotros os ha pasado pero, para mí, mi primera perforación fue un acto más de odio a mi inocencia. Obviando las razones que me llevaron a agujerear mi oreja, sé que no lo hice por estética. Igual que sé que ahora sigue estando ahí por ello. Por ello y porque es la autoconfirmación de uno de los días en los que perdí mi inocencia.

Pero… ¿Quién puede negar que la inocencia sea una de las cosas más bellas de nuestra existencia? Quien lo haga está en su derecho, pero también tengo el derecho de decir que llegará un momento en el que cambien su opinión respecto a ello.

Inocencia es un concepto tan complicado y tan sencillo a la vez. Basta con mirar una foto de un niño sonriendo. Y aún así no sabrás explicar lo que ello te produce. La inocencia es una noción tan grande que se nos escapa de las manos definirla sin dejar algún cabo sin atar. Creo que la inocencia va más allá de una sonrisa, de una risa contagiosa de bebé o de tener una mirada absolutamente limpia en todo aquello relacionado con el sexo. Creo que va más allá de tanta simpleza.
Una de las cosas que más me sorprenden de los niños es su competitividad. Y, a su vez, la falta de ella. Está claro que son competitivos. El ser humano lo es por su propia naturaleza, pero ellos tienen un gen que hace que esa competitividad extrema se convierta en un juego. Siempre van a querer más, ser los mejores y no tienen miedo a ello. No tienen miedo a fracasar ni a decepcionar… Ni a las posibles consecuencias de alcanzar las metas. No saben lo que es. Pero, a su vez, la competitividad se acaba en el momento en que el juego se acaba. ¿Iríamos nosotros a merendar con aquella persona que nos ha ganado y ha conseguido cumplir nuestro sueño? Lo haríamos, pero con rencor. Ellos no… Su inocencia se lo prohíbe. Y ante esto, lo que mejor lo explica son los partidos de fútbol de críos de 6 años. Son ellos los que levantan a su rival mientras sus padres discuten con el árbitro.



Otra de las muletas que lleva la inocencia a cuestas es la ausencia total de vergüenza. Pueden ser tímidos, pero tampoco conocer que es “tener vergüenza”. Hace poco, mientras estaba sentada en el suelo, había un niño a unos metros que se acercó al verme y me enseñó unos cromos preguntándome “¿Quieres ver mis Invizimals?”. No pude negarme. Fue la inocencia la que me cautivó. Ella y su desparpajo al venir sin conocerme de nada para introducir una conversación que, para él, sería la más interesante del día. Ahora, a mi edad, no podría ir a alguien y preguntarle “¿Quieres ser mi amigo?”. Me da lástima pensar que hace un tiempo si lo supe y lo pude hacer.

También mencionar la generosidad. Inocencia es sinónimo de ausencia de avaricia. Y no solo ausencia, sino también la incomprensión hacia ésta. Estoy convencida de que no pueden llegar a entender, aunque nosotros tampoco, por qué hay gente que actúa de manera egoísta hasta el punto de absorber su propia vida. Ellos que comparten incluso el último caramelo de la bolsa que han comprado hace un instante. Ellos que te prestan todo aquello que tienen a cambio de un abrazo. Ellos que comparten lo que les hace especiales. La inocencia.


Al principio del post he comentado que llega un punto en el que dejamos la inocencia a un lado. Y no quise decir que la abandonamos. La dejamos para poder recuperarla en aquel momento en el que la necesitamos. Si no sabéis recuperarla, mirar los ojos de un ser inocente. Rodearos de personitas de 3 años. Tiraros al suelo y jugar con ellos. En ese instante se difumina la nube negra de problemas para dejar paso a la luz de la inocencia. Porque si, la necesitamos. Es absolutamente imprescindible para poder ser feliz. Aunque sea por un instante.

martes, 4 de marzo de 2014

Siempre oigo a gente decir que no podrían vivir si se murieran sus padres. Y tienen razón. No se puede. No con esa misma alma. No puedes seguir viviendo con la misma alma cuando una parte de ella se ha ido lejos. Tan tan lejos que sabes que nunca volverá. Y es entonces cuando te mueres. Lo haces para volver a nacer, sin saberlo, con tu padre muerto dentro de tu alma. Es tu suspiro desesperado el que se junta con el alma de tu progenitor para entrelazarse y construir un nuevo ser. Mismo aspecto físico, una mente y un corazón totalmente diferente.

En mi caso no fue un suspiro. Fueron un millón de ellos. Un aprendizaje durante años. No me preguntéis cuantos, decidí dejar de contarlos cuando sobrepasaron los 20. Es triste hacerlo, pero fue un número tan redondo y tan bonito que decidí dejar de contar más allá de él. Nunca podré llegar a soportar seguir contando sabiendo que ese dato seguiría aumentando sin descanso, intentando perseguir a los años que hace que yo revoleteo por el mundo. Y es que con dos años no supe suspirar. No supe dejar matar mi alma para volver a hacerla nacer. Ni supe, ni pude hacerlo. Ni siquiera pude saber que era la vida, que era la muerte ni que era tener un padre. Y aprendí a base de llantos, de gritos ahogados, desesperados… Aprendí cerrando los ojos cada vez que la tristeza y la impotencia aparecían por la puerta de mi habitación. Después de 20 años pensando en ti cada día solo he aprendido que seguiré pensando otro día más en ti. Sin descansar ni aburrirme de hacerlo.

He perdido a gente en mi vida, pero no hay comparación que pueda servir. Y menos cuando es algo inesperado. Menos cuando es un accidente de tráfico y no es tu padre quien conduce. Y mucho menos cuando los que viajan con él sobreviven. Siempre suelo encontrar el por qué de las cosas. Después de más de 20 años todavía no he encontrado un “Por qué él” que me convenciera. Nunca llegué, ni llegaré, a entenderlo. Y ahora tengo claro que tengo la muerte de mi padre más que aceptada. Aceptada porque por mucho que luches contra el mundo y te rebeles contra todo aquél que se encuentre a tu alrededor, que lo he hecho, el hecho que te hizo morir y renacer no va a cambiar. Ni siquiera vas a poder volver atrás. Pero también tengo claro que no lo tengo superado. Si lo tuviera no pensaría en ti, ni llevaría uno de tus anillos encima… y mucho menos me querría tatuar tu nombre. Tatuarse es una locura. Y superar la muerte de tu padre, es otra más grande aun si cabe.

Hace unos días, hablando con alguien que conoce demasiado poco de mí, me dijo que por lo menos yo no echaba de menos a mi padre, puesto que no lo conozco. No le reproché la frase porque sé que sería lo lógico y normal. Pero lo que más molesta es que en mi caso, esa racionalidad, no se cumple. Alguien que no conozco, que ni siquiera recuerdo más de dos imágenes suyas… Y aún así es la persona que más quiero y más echo de menos. A veces el cuerpo es curiosamente cruel. Es absurdo intentar ser la hija perfecta de alguien que no existe. Te pones unas metas tan altas, que siempre serás la hija imperfecta.

La mayoría de momentos de mi vida pienso que es mejor así. Por mucho que haya tenido que aprender a vivir sin padre, no he tenido la necesidad de apartar de mi mente su voz, su risa o sus gestos. Es más fácil idealizarlo. Pero en momentos como estos, egoístamente, me hubiera encantado tener que olvidarme de todo aquello. Egoístamente me encantaría haber luchado contra el destino que él tenía.

No me acuerdo cómo, cuándo ni dónde, pero eres mi pequeño héroe. Ese que me ayuda a superarme y a levantarme cuando estoy hundida. Y es curiosa la forma en la que te convertiste en mi Rey. En mi protector. En mi ángel de la guarda. Es curiosa la forma en la que me acompañas cada día y a cada momento. Sin abandonarme jamás.

El destino hizo que te reunieras entre nubes demasiado pronto. Pero no se dio cuenta que creó el mejor Dios que podría tocarme.